Las catedrales góticas que nacieron bajo los cielos
sombreados por nubes casi permanentes en los cielos del Norte de Europa
abrieron en sus paredes enormes testeros ocupados por vidrieras maravillosas.
Querían atrapar la poquita luz que se escapaba del sol escondido detrás de las
nubes.
Sorprendentes son las vidrieras de Chartres, de Notre Dame,
de Amberes, de Colonia… ¡Qué sé yo! No hay que irse tan lejos. Ver de amanecer
dentro de la catedral de León es uno de los espectáculos más originales y más
sublimes y más excepcionales con que uno puede encontrase. Todo es colorido;
todo es una descomposición, en miles de rayos de luz.
No hay que esperar que asome el día detrás de los muros de
ninguna catedral. Nos acercamos al solsticio de verano, amanece antes. A eso de
las seis el cielo ya cambia de tonalidad. La oscuridad de la noche deja paso a
una luz tenue; después el lubricán lo ilumina todo y, luego aparece el sol por
el filo del cerro de la Fiscala… e impide que se le pueda mirar de frente.
Dejó Falla en su ‘Amor brujo’ escrito alga así como “ya está
clareando el día, tocad campanas, tocad” y la orquesta llegaba al esplendor de
su aportación. Esta mañana no era ninguna orquesta que tocaba músicas escritas
por los hombres. No eran instrumentos metálicos ni timbales ni platillos ni la
apoteosis…
Esta mañana tocaba toda la sinfonía del campo: cientos de
pájaros daban la bienvenida a la luz; la partitura la había escrito una mano
sublime a la que llamamos la mano de Dios. “Oh, luz de Dios, estrella azul que
brillas en la altura”. Oh luz de Dios que haces que toque el campo y todo sea
distinto, diferente, único… ¡Oh, Luz….!
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