Dicen que todo esto tiene un culpable. Lo llaman cambio
climático. Yo de esas cosas no sé; de otras, tampoco y me encojo de hombros y
pienso que algo tiene que haber que está dando bien la jaqueca con bofetadas de
la madre naturaleza que más que madre parece otra cosa bien distinta.
Cuando por esas fechas llegaban los exámenes – ahora me
parece que se llama evaluación continua permanente, o algo parecido – se daban
los últimos repasos. En las noches templadas de mayo, después de llevar la
cabeza algo caliente, bajábamos al patio del recreo donde esperaba la Virgen
Blanca – la de Vitoria, no; la nuestra – entre flores para el Mes de María. Y,
oigan hacía calor.
Desde Gibralfaro venía la brisa que subía del mar. El patio
del recreo acogía a muchos muchachos que había llegado hasta allí, la mayoría,
siguiendo unos ideales de generosidad y de entrega y que luego, cada uno
siguió, como tiene que ser su camino.
Un rato antes cada uno se las había andado entre si Tito
Livio con la ‘Ab urbe condita’, que
si la cristalografía de don Remigio, que ante nuestras tozudeces de muchachos,
machacaba: “hijo que esto no es una piedra, que es un mineral”, que si don
Juan, “ si yo he hecho el problema’. “Sí, sí, claro que lo has hecho… lo has
hecho polvo”.
Un rato antes, si la tarde estaba clara, África se venía
enfrente, casi al alcance de la mano y el mar era un charco grande y uno
recordaba cómo don Rafael Vela, el mejor profesor de Literatura que he tenido,
nos comentaba aquello de: “Que por mayo era, por mayo / cuando hace la calor /
cuando los trigos encañan…” Por un casual ¿entonces, no había cambio climático?
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