Desde La Rioja llegó a Madrid, Pepe Blanco, y en aquella
España de más hambre que vergüenza, cuando se pasaba el túnel de la posguerra,
hizo una apología de un plato típico: el cocido madrileño. La olla no hervía en
el patio de vecinos de la corrala sino en la buhardilla. Da igual, tampoco es
cuestión de uno u otro sitio, pero tampoco por aquí va el agua al molino.
Una tarde soleada de mayo, Leonardo Fernández, quizá – o sin
quizá – el último pintor malagueño seguidor de la Escuela Malagueña del XIX, me
respondía a una pregunta. Maestro, ¿por qué el agua es una constante en tu
obra? “Porque era lo primero que escuchaba al despertarme cada mañana: caía
sobre el lebrillo, en el patio de mi casa”. Pero no es tampoco ese patio.
Si se pone la radio, se abre un periódico o se ve un
telediario… Entonces sí que tenemos idea de otro patio. ¿Patio? ¿Y si a ese
patio le cambiamos el nombre y lo llamamos gallinero? ¡Dios que totum
revolutum! No se pueden clavar más espolones al adversario ni decir más tonterías, más sandeces, más ofensas… y todas
ensartadas como en una ristra. Por favor, no piense usted en eso; no, que
todos, no son, aunque algunos sí.
En los años setenta por España corrió un aire fresco que se
llamó Transición. Era un aire de ilusión, de cambio hacia algo bueno que
sabíamos que iba a venir. Jarcha cantó
sus “Bienaventuranzas”: “Bienaventurados madre / los políticos de oficio / que
trabajan para el pueblo / si ello les da beneficio”…
Se adelantaron unos años. Nunca pensamos que el patio
llegaría a donde ha llegado. A la mediocridad – algunos - han unido la desvergüenza, le dan patadas al
lenguaje y meten las manos hasta en los boquetes de las ratas. Aunque, de verdad,
nunca sabremos quién es más rata, si las de dentro o las de fuera.
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