Me miran, como cada día, los montones de libros que llevan
no sé cuánto tiempo ahí en los anaqueles. Soportan el paso del tiempo que pone
sus hojas un poco más amarillas que el día en que, con mucha ilusión, se
despidieron de aquellos con los que convivían en las estanterías de una
librería cualquiera.
Vinieron de mi mano. Era la ilusión de quien depositó un
dinerillo a cambio de traerlos consigo. Reconozco que no he sido ni cortés ni
educado ni complaciente con ellos. A algunos los dejé primero, sobre la mesa;
luego, sobre el sofá o la silla y un día, los subí a su sitio correspondiente.
¿Qué se dirían – si es que los libros se hablan entre sí - cuando se vieron
junto a otros compañeros por primera vez?
Todo lo que me rodea son pequeñas grandes cosas. Recuerdos
comprados por los caminos del mundo; regalos de amigos; obsequios que llegaron
un día sin saber por quién ni por mano de quién. Están aquí conmigo. Viven mi
vida. Un día se quedarán solos y serán
otras manos y otras voluntades quienes decidan sobre ellos.
Como el maestro Alcántara: “vuelvo a andar el camino
desandado / y en mi paso resuenan las cadenas…” Recuerdos que forman parte de
mí. Lo que me rodea. Canta, en un corral lejano, un gallo. Algo raro ha tenido
que entrar en el gallinero…
Las pequeñas grandes cosas. La felicidad vive en el reino de
las pequeñas cosas: el recuerdo de una canción, una ventana con flores; aquella
mano de mi madre que me ayudaba a subir al tren cuando ir a Málaga era ir muy
lejos. La mano que me levantó la tarde aquella… Ya ven uno a veces se pone así.
Deben ser cosas de viejo.
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