La chica trabaja desde las primeras horas de la mañana en el
bar de la esquina de la calle aquella. El bar abre para los madrugadores. En
esos bares se habla poco; son más elocuentes los gestos. Están ahí para la gente que emprende la tarea
casi antes que venga el día. Los
clientes confluyen para el encuentro como los ríos marcados en los mapas.
La chica iba y venía de un extremo a otro de la barra. No
paraba ni un momento. Preguntaba, se volvía a la máquina de café, ponía sobre
el mostrador el servicio, cobraba la consumición y, entonces, marcaba en unos
espacios sobre la pantalla del ordenador, saltaba con un sonido metálico el cajón de la
máquina registradora y devolvía el cambio.
La chica es de estatura media; delgada. Nariz proporcionada;
tez blanca; su cintura es un anillo.
Tiene finas las manos y los dedos estilizados. La chica tiene manos de artista.
Se recoge el pelo – su pelo negro – con una cola que se bambolea cuando gira,
bruscamente, la cabeza.
La chica tiene los ojos grandes. Preciosos. Intensos. Hablan
cuando miran; no usan la palabra. Lanzan un mensaje directo. La chica tiene los ojos con pinceladas verdes,
azabaches y negras. Desde la distancia,
sus ojos lo dicen todo, lo entienden
todo; en la cercanía trasmiten dulzura, misterio, embrujo, encanto.
Se le escapa un brillo especial. Un no sé qué que flota; un
hálito que se queda en el viento.
Irradian vida interior como esos volcanes que sabemos que están ahí, que
esperan su momento.
Son dos imanes. Son estrellas en la noche oscura en un cielo
distante; luceros ciertos. Tienen el fulgor de la luna llena que sube en las
noches de verano por la marisma y avanza por el cielo y lo hace suyo. Y, si los
ojos son el espejo del alma…