Decía el maestro Azorín que “nada indica mejor el estado de
un pueblo que la Prensa”. Cuando lo escribió apenas superaba los veinte años.
Estaba aún en el siglo XIX. Entonces, ni tertulias televisivas y ni otras zarandajas.
La Prensa, o sea, la libertad de informar y formar es algo
serio. Muy serio. Vividores de todos los colores y tendencias han puesto en
ella su pesebre. Sí. Lo que he dicho. Comen de hablar de todo y de todos. Lo
mismo se opinan de economía que de las diez mil facetas de los ojos de las
moscas.
Dan asco algunas cadenas de televisión. No se puede caer más
bajo; no se puede ser más pelota y más sin gracia; no hay por donde cogerlos.
El problema no radica en ellos. Es que eso es lo gusta a la gente. A mucha
gente. Ahí está lo malo.
Los diamantes se hicieron con un fin muy concreto y…¿Ese es
el estómago del pueblo? Me cuesta mucho, muchísimo aceptarlo. Sé de estómagos
llenos que escriben o hablan al dictado de la “voz de su amo”. Es la esclavitud
del siglo XXI. El bíblico Esaú vendió la primogenitura por un plato de
lentejas; algunos de estos han vendido su libertad.
Decía mi gran director, Paco Rengel, que sólo con ver el
periódico que lleva la gente bajo el brazo, se sabe la ideología que tiene.
Triste, muy triste que los periódicos no sean capaces de mantener la
objetividad.
¿Se acuerdan? Si se emborracha el señorito, alegría; si lo
hace el pobre, poca vergüenza. Todo depende del cristal con que se mira. El
hombre llegue a la luna. Tiene dos lecturas: la victoria del capitalismo
asqueroso y facha o el progreso del pueblo que rompe fronteras.
Pienso en esos pequeños talibanes (¿cuál es el femenino de
la palabrita?). Mal, muy mal andamos de salud. Pero no de la salud que arreglan
los médicos. No, de la otra, la que dice el nivel, el estado del Pueblo si
tomamos la temperatura con el termómetro de la Prensa…
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