Langostinos de Sanlúcar, quisquillas de Motril y coquinas de
Huelva; boquerones de Málaga, urta de Rota y salmonetes de Estepona; pescaíto
de Cádiz y chocos de Isla Cristina…
Embutidos de la Sierra, Encinasola a tiro de vista de
Jabugo, - ya se sabe el “Miño lleva la fama y el Sil el agua” -, y morcilla de Cártama; aceite ‘marteño’ y
gordales de Dos Hermanas; oro liquido del Aljarafe y aderezo de manzanilla
aloreña…
Roscos de Loja – “rosa entre espinas” – y piononos de Santa
Fe; Bienmesabe de Antequera y anís en Rute; mantecados en Estepa, mostachones
de mi tía Carmen (por cierto, tita, andas, últimamente, mal de memoria) y
‘alemanes’ en Guarromán…
Me llama un amigo: te tengo unos melocotones de Periana… Y,
uno sabe que allí dicen que son los mejores del mundo. Y lo son. Y hoy se ha
ido por ellos. Y, echamos el día. Y hablamos de lo divino y de lo humano y de
eso que sólo se habla entre amigos y se lo lleva el silencio.
Le cuento que cuando anduve por allí me encontré con gente
amable que, “si usted quiere pido la llave de la iglesia para que entre a
visitar al Santísimo” y me ofrecieron por si lo tenía a bien, comprar vino
moscatel, pasas, miel o pipas de almendras,
“par los guisos”.
Cuando bajé, supe que la presa sobre el Guaro, además, de al
río se engulló los vestigios del paleolítico y los que había en las terrazas y
los yacimientos que llegaban a la época romana. Lo que perduró siglos destruido,
como quien dice, en un rato.
Y de allí, le digo, por el curso del río, me fui al mar, al
mismo, pero un poco más al oriente de donde viene la luz, que ahora vemos desde tu ventana.
Estaba - y está - cerca. Se presiente en la suavidad de los
pastos, en el vaho del aire, en la sensación de agrado que acaricia el rostro.
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