Del fondo de la taberna del puerto salía la voz de doña
Concha: “no me llames Dolores, llámame
Lola, que ese nombre en tu boca sabe a amapola…” Naturalmente, allí no
estaba doña Concha ni probablemente lo habría estado nunca.
La radio, en la que sonaba la canción, era vieja,
desvencijada y estaba llena de polvo. Se le habían caído algunas letras doradas
donde en otro tiempo se leería: Telefunken. Era una de esas radios que se
apagaban solo cuando, casi de madrugada, el tabernero echaba la llave…
Bebían algunos hombres en el mostrador; otros, golpeaban con
fuerza, como quien reafirma la jugada, las fichas desgatadas del dominó sobre
una mesa de madera. Estaban sucios, sin afeitar y con ropa muy usada. Era gente
de la mar. Todo era viejo. Allí era de noche; fuera, aún, campeaba el día.
En el suelo había papeles, restos de comida, cáscaras de
gambas, huesos de aceitunas, mondas de altramuces, palillos de dientes rotos…
Todo era viejo, tan viejo que hasta los carteles de toros que anunciaban a los
toreros parecían de otro siglo. El aire era un vaho viciado; olía a colillas y
tabaco.
Un almanaque de Explosivos Riotinto S.A. mostraba una
muchacha morena con el pelo largo caído a un lado. La muchacha tenía un encaje
blanco que dejaba entrever la lujuria de unos pechos caídos hacia arriba y
apretados por una cinta que se entrelazaba por unos ojales metálicos. Al pie de
la muchacha dormitaba, echado, un perro de caza y una escopeta doblada…
Todo era sucio y viejo. Todo era de otro mundo. Cuando el
muchacho salió a la calle agradeció la brisa fresca que venía del puerto. Era
un rosario de espuma perdido por los entresijos de calles estrechas por las que
nunca entra el sol.
La gente iba a lo suyo. Las sombras de la noche tomaban
sitio. Tres pitidos largos de sirena anunciaban la salida de ‘melillero’… Y, mientras se alejaba,
pensó cómo serían los ojos - ¿serían negros? - de aquella Lola de la copla porque
si “ese nombre en tus labios sabe
amapola…”
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