Y, asomaron por la Cancula las carretas. Media mañana, cielo
azul, muy azul, tan limpio que la luna –en cuarto menguante – no era de oro
sino que se hacía de plata. Soplaba ligera la brisa; no llegaba a viento.
Venían de lejos, con paso cansino, iban para el convento.
Primero fue un redoble de cascos sobre el asfalto; relinchos
de caballos enteros –bayos, alazanes,
castaños, tordos, negros -: “caballo que a los tres años, ve una yegua y no
relincha / o es que no come cebá / o
es que le aprieta la cincha / o no es caballo ni es ná”. Luego un murmullo;
después, griterío, palabras, palmoteo,
cantes…
No llevaban las carretas troncos muertos, ni gemidos de
árboles talados. Muchas, muchas niñas guapas. Flores en el pelo y risa y
juventud en la cara. Se escapa, desde el balcón, un suspiro…; una lágrima
furtiva corría por la mejilla. Aprieta la garganta. ¡Dios, cuántos recuerdos!
Todos, agolpados, en un momento.
Delante venía la Virgen de Flores, con manto verde, con el
Niño, como siempre, en los brazos. El Niño de la Virgen de Flores lo ve todo,
lo mira todo. Es muy curioso el Niño de la Virgen de Flores; delante, a pie los
boyeros con la aguijada al hombro y el paso quedo, con sombreros de palma.
Hablan – porque van varios- entre ellos.
Cuando sea hora del Ángelus, como en el poema de Juan Ramón,
ya estarán en la paz del campo. Tocarán las campanas, las del pueblo viejo como
decía el maestro, y anunciarán con un tañido que se pierde en la lejanía que es
hora de rezos. Y uno implora, Virgen de Flores, un rocío de agua. Lo piden los
olivares, lo piden los veneros, lo pide el campo, lo piden los cuerpos.
La he visto trasponer por la Fuente de la Manía. Se vuelven,
algunos. Sigue la comitiva camino del convento. Allí estarán hasta que la tarde
se vista de noche y Ella se quedará, otra vez, en su camarín, al escucho del
zureo de palomas que juegan al amor en los alféizares de las ventanas y, cuando
sea ya madrugada, un esquileo de estrellas comentarán el evento. Un año más y,
así…
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