Con la llegada del verano venía la libertad. Los niños se
perdían del pueblo y, a algunos, ya no los veíamos más hasta septiembre, cuando
comenzaba el nuevo curso. O sea, cuando ya por el cielo azul se columbraban
nubes grandes de algodón. Volvíamos a la escuela más morenos, más espigados,
más…
Los partidos de fútbol en el Llanillo llenaban muchas horas.
Miguel Antonio tenía una pelota de goma blanca. Los muros de piedra, a ambos
lados del camino, eran una protección segura para cuando un voleón, a
destiempo, la mandaba a los olivares del
Quebraero.
En las horas de la siesta se echaba el campo. Todo
permanecía quieto. Inmóvil. Apretaban las chicharras. No volaban los pájaros. En
el alero del tejado un volantón de gorrión piaba desesperadamente; llamaba a su
madre que se empeñaba en hacerlo volar.
Era la hora - la
siesta - más propicia para subir al
camaranchón. Nos deslizábamos con sigilo. Las mujeres, recogida la cocina, se
sentaban y buscaban un poco de descanso en las faenas de la casa, antes de
reanudar la tarea que vendría pronto y a lo largo de toda la tarde.
El camaranchón era muy apetitoso. Había que abrir la puerta
con cuidado. Oxidadas las bisagras, crujían, y podían llamar a atención. Todo
estaba allí desordenado: baúles viejos, astiles, jaulas rotas, un serón con
agujeros en el cujón, una traba mohosa, dos orzas vidriadas, un lebrillo con
tocino añejo… El camaranchón olía a ratones.
Y telarañas, en el camaranchón había muchas telarañas. Se
rompían con nuestro paso; se enredaban en la cara. Tenía, el camaranchón, una
ventanita pequeña, desencajada. Una tarde huyó, por allí, atropelladamente, una
paloma, asustada que nos hizo dar un repullo grande.
Cuando había pasado la hora de la digestión bajábamos al
río. El agua fresca era el tonificador ideal. Después del baño subíamos por el calamorro…El
hambre despierta guiaba los pasos hacía los ciruelos, los duraznos, las parras,
las higueras…
‘Toscano’ desde la choza, vigilaba los melones, cubiertos por hojas
para que no los quemase el sol. Allí, con luz, no se podía llegar. Tenía un
perro, amarrado; avisaba ladrando… Un día, - ¡qué cosas!- no sabemos cuándo, se terminó la inocencia y la libertad de las tardes de
verano.
La juventud pasa demasiado deprisa, lo mismo que la edad del descanso, de la jubilación, donde el tiempo en vez de pararse se acelera.
ResponderEliminarUna lastima Pepe, hay que vivir los momentos y olvidarnos de los mañanas o de los después.
Estoy de acuerdo. Los momentos presentes son los únicos que realmente tenemos; los demás, ya se sabe...
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