La llegada del Rey Felipe al trono supone un cambio grande.
Ya, hoy, nada es como ayer. Todos anhelamos que mañana sea aún más diferente y
que la brisa nueva, que parece que no le entraba al chico que miraba a través
de los cristales del Palacio Real el día de la proclamación, llegue a todos.
Pero España es pendular. Ahora viene la euforia, una
desbordada esperanza. Ya todo será distinto; nada, será igual. Ignoramos que el
sol sale cada mañana y que, al verano, le sigue, indefectiblemente el otoño. O
sea, la vejez.
Hay furia por quitar a la gente de en medio. ¿Lo han hecho
mal? No. Simplemente, unos estaban allí y, a otros, hay que quitarlos para
ponerme yo. Quieren incrementar la nómina del Imserso. Falarán bancos en los
parques y fondos en el erario público para pagar a tanto jubilado.
La España pendular. La de la procesión o el palo, la de
Frascuelo o de María que decía don Antonio Machado, la de la Monarquía o la
República, la del blanco o el negro. Carlos Arniches, en su obra teatral, “Los
caciques” pone en boca de uno de los protagonistas: “¿que aquí no hay
democracia? Aquí hay dos partidos: los miistas
y los otristas”.
¿Se va a cumplir aquello del clásico? “Del Rey abajo,
ninguno”. Ganas no faltan, - Rey, incluido -. No hay estamento, institución,
cargo público o lo que ustedes quieran a los que no se cuestione. Verán, ahora
le toca a Del Bosque y a la selección. ¿Mañana? Mañana, Dios dirá. Seguro que
habrá ‘alguna polluela por el río Andarax’.
Años difíciles. Ronda nocturna de la pareja de la Guardia
Civil. Tropiezan con uno que dormía, tapadillo con la manta, en los escalones.
Con la punta del pie, el guardia, le avisa: “hay que recogerse”. “¿Y, yo – contestó,
el hombre – he salido?” A ver si con tanto mandar a casa enviamos también a los
ni siquiera han salido.
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