viernes, 20 de junio de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El ciego


                                               

El ciego tenía una barba larga y sucia, una chaqueta vieja y se cubría la cabeza con una gorra echada a un lado. Tapaba sus ojos con unas gafas de cristales oscuros. Era un hombre alto y enjuto. Acompañaba al ciego un muchacho flaco. Tenía cara de  pasar mucha necesidad.

El niño recuerda que el ciego vino un día. Se colocó en la esquina de la calle Escribanos, frente a la tienda de Tomás, ‘el de la ropa’ y junto a una Administración de Loterías, que tenía un mostrador de color azul claro. El hombre, que regentaba la Administración, se llamaba Emilio.

El ciego cantaba romances tristes. Hablaban de penas, de muertes, de tragedias. El ciego remataba los romances con las notas de un violín muy raro. El niño no lo había visto nunca un violín como aquel. Pasado mucho tiempo supo que aquel instrumento se llamaba rabel.

Cantó el ciego la muerte de un niño:
            “En la capital de Málaga
en el río Gudalmedina
han matado a un niño
por  una mano asesina”

Y, el niño, en su fantasía, pensaba en aquel otro niño. Veía un puente largo de hierro y un río y gente andrajosa –como iba vestido el ciego- que  hacían candelas con palos y tablones de las obras y  que consentían aquello... Contaba el ciego, también, lo del crimen de Teruel, pero como Teruel estaba muy lejos y el niño no sabía por dónde caía…

Recitaba, también, cosas del Barranco del Lobo donde había una fuente que manaba sangre de unos hombres muertos por su patria. Don José Oropesa, una tarde en la escuela, nos dijo qué era aquello, del horror de la muerte en la derrota, del abandono de  muchachos jóvenes, dejados,  a su suerte. Don José nos habló de un hombre cruel - que fue quien ganó- pero como tenía un nombre tan raro, al niño se le olvidó.


El ciego mostraba unas tiras de papel, largas y finas. Allí iba escrito todo lo que salmodiaba. El muchacho que iba con el ciego la ofrecía a la gente: “a cincuenta céntimos; por una peseta, tres”. Se paraban algunos hombres. Escuchaban y seguían. Las mujeres que iban al mercado con una cesta de palma estaban más tiempo y, luego, también se iban. Sólo se quedaban los niños. Nadie compraba aquellos romances. El ciego, un día, dejó de venir por el pueblo…

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