El ciego tenía una barba larga y sucia, una chaqueta vieja y
se cubría la cabeza con una gorra echada a un lado. Tapaba sus ojos con unas gafas
de cristales oscuros. Era un hombre alto y enjuto. Acompañaba al ciego un
muchacho flaco. Tenía cara de pasar
mucha necesidad.
El niño recuerda que el ciego vino un día. Se colocó en la
esquina de la calle Escribanos, frente a la tienda de Tomás, ‘el de la ropa’ y junto a una
Administración de Loterías, que tenía un mostrador de color azul claro. El
hombre, que regentaba la Administración, se llamaba Emilio.
El ciego cantaba romances tristes. Hablaban de penas, de
muertes, de tragedias. El ciego remataba los romances con las notas de un
violín muy raro. El niño no lo había visto nunca un violín como aquel. Pasado
mucho tiempo supo que aquel instrumento se llamaba rabel.
Cantó el ciego la muerte de un niño:
“En la capital de Málaga
en el río Gudalmedina
han matado a un niño
por una mano asesina”
Y,
el niño, en su fantasía, pensaba en aquel otro niño. Veía un puente largo de
hierro y un río y gente andrajosa –como iba vestido el ciego- que hacían candelas con palos y tablones de las
obras y que consentían aquello...
Contaba el ciego, también, lo del crimen de Teruel, pero como Teruel estaba muy
lejos y el niño no sabía por dónde caía…
Recitaba,
también, cosas del Barranco del Lobo donde había una fuente que manaba sangre
de unos hombres muertos por su patria. Don José Oropesa, una tarde en la
escuela, nos dijo qué era aquello, del horror de la muerte en la derrota, del abandono
de muchachos jóvenes, dejados, a su suerte. Don José nos habló de un hombre
cruel - que fue quien ganó- pero como tenía un nombre tan raro, al niño se le
olvidó.
El
ciego mostraba unas tiras de papel, largas y finas. Allí iba escrito todo lo
que salmodiaba. El muchacho que iba con el ciego la ofrecía a la gente: “a
cincuenta céntimos; por una peseta, tres”. Se paraban algunos hombres.
Escuchaban y seguían. Las mujeres que iban al mercado con una cesta de palma
estaban más tiempo y, luego, también se iban. Sólo se quedaban los niños. Nadie
compraba aquellos romances. El ciego, un día, dejó de venir por el pueblo…
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