La morería se encerraba dentro de la muralla que arrancaba
en la Puerta de Granada - junto a lo que hoy llamamos Plaza de la Merced –,
bajaba por Álamos, Carretería, Puerta de Antequera, Puerta Nueva, lindera con
el río, torres de las Atarazanas, Puerta del Mar, Alcazaba, Santa Ana pasaba
junto a la Judería, y a su templo.
No me he equivocado;
no es el itinerario de una procesión, volvía, la muralla eso sí, a la Puerta de
Granada, es decir, había dado la vuelta completa. Es la edificación protectora
de la ciudad que crecía junto al mar desde mucho tiempo antes. Calles estrechas,
malolientes y con demasiados vericuetos (Siete Revueltas, por ejemplo), por
donde casi no entraba el sol.
Las torres de las Atarazanas protegían un recinto cerrado. Tenían
función naval y civil. Hasta allí –arcos grandes- entraban barcos y galeras.
Allí se despachaban los ‘papeles’ para todo el embrollo comercial del tiempo.
Después cuartel de artillería y, allí, muchos años después, a finales del XIX,
mercado.
Tiene - lo único conservado - un arco de herradura apuntado, escudos
nazaríes del siglo XIV, del reinado de Mohamed V y un lema de la dinastía:
“Solo Dios es vencedor”. Pasado el tiempo, al parecer, es la única realidad que
pervive.
Ya no está el mar a su puerta, ni rompen las olas contra sus
muros. No llega el río con sus crecidas de otoño. No hay trasiego de gente de
la mar que viene en el trapicheo diario a despachar papeles. Se fue la
‘vendeja’ con sus pasas, uvas y vinos; con higos secos dulces como la miel y
almendras…
Desde finales del XIX, mercado de abastos. Se le dio el
nombre del Rey: Alfonso XII; el pueblo
llano lo conoció por: el mercado. Meneo mañanero desde muy temprano: frutas,
carnes y pescados y especias que dan olor y condimento y gente de todos los
pelajes. Y un trozo de la ciudad de entonces, que en el corazón sufre cirugías
para sobrevivir con los tiempos.
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