Dicen que ha sido una de
las frases más tergiversadas de las que ha acuñado la historia del cine. Donde
decíamos: “siempre nos quedará Paris”, lo que realmente dice es: “siempre
tendremos Paris”. Da lo mismo. Rick Blaine e Isla Lund se despiden en el
aeropuerto de Casablanca.
La niebla lo envuelve
todo. Rugen motores de un avión que va a despegar. No hemos olvidado al hombre
de gabardina, sombrero y cigarrillo, medio caído, en la boca, encarnado en Humphrey
Bogart ni a la mujer, bellísima, que se llamó Ingrid Bergman…
Muchos años después una
mujer acaba de conquistar Paris. La mujer se llama Ana (Anne) e Hidalgo de
apellido. Hijas de un electricista y una costurera. Nacida en San Fernando (Cádiz)
¡Vaya cambio! Ni bombas ni fanfarrones ni tirabuzones…
En la mediación del siglo
XIX España ‘mandó’ a otra mujer. Granadina por más señas: Eugenia de Montijo.
Luis Mariano la inmortalizó con aquello de ‘violetas imperiales’ y esas cosas
que endulzaban corazones hace sesenta años. Ahora el cante es otro.
Andalucía, cada cierto
tiempo da un pintor universal, un genio en el toreo, un premio Nobel y un
puñado de emigrantes. ¡Y, miren por dónde!, faltaba una alcaldesa para Paris y
acaba de regalarle una y, además, (quizá no sea políticamente correcto decirlo,
¿o sí?) es hasta guapa.
Las notas del acordeón
son cuentas de un rosario de melancolía por cualquiera de los rincones de
Montmartre, por las escalinatas que suben hasta el Sacré Coeur, bajo un cielo
plomizo o por abajo, muy abajo, sobre cualquiera de los puentes del Sena que corre hacia El Havre…
Pero, anoche, cuando los
escrutinios de la papeletas dijeron que una mujer había ganado por primera vez
la alcaldía de Paris, todo el mundo supo que ya estaban bañadas por la
“claridad salada” que venía de Cádiz, donde la mar si se hace grande de verdad
y llega hasta otros mundos.
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