martes, 18 de marzo de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Guadalhorce


 

                                     
El Guadalhorce –dicen – nace en un lugar como sin importancia, donde las Sierras de Gibalto, Camarolo o de las Cabras juegan a prestarse, unas a otras, las sombras de la tarde, las umbrías de invierno, o los cielos azules coronados por alguna nube pasajera.

En la Fuente de los Cien caños. Caño más o caño menos, que tampoco es cuestión de cuentas, en los años buenos, el agua rompe por encima de los propios muretes. No cabe por los caños y es un tropel de espuma que baja al encuentro, eso sí, con el río de verdad.

Por las calizas nacen higueras bravías, espinos, escaramujos, rosales silvestres: vegetación  que aprovecha cualquier rendija por donde buscar el frescor interno de la piedra. Olivos frondosos, copudos, salpican la tierra de labor.

Aguas abajo, por Villanueva - al que han puesto un apellido horroroso: del Trabuco - hiende el pueblo como quien va por donde quiere y a donde quiere… Uno tiene amigos en el Trabuco y piensa en ellos cuando escribe estas líneas y recuerda que de niños - le contaban - alargaban el chorro, a orillas de río, en los recreos, para ver quien llegaba más lejos.

Quien sí se va de lejos es el río. En Archidona es recuerdo de amores imposibles; en Antequera un pastel de vega fértil, un acopio de tierras donde todo es rico. ¿Todo? Por algo, por aquí, ya andaba el hombre cuando se vestía con pieles; luego, cuando hablaban una lengua rara – ¡hasta sabían latín!- y, después, poesía de moros y cristianos.

Corta el tajo calizo. Es el Desfiladero de los Gaitanes. Es embrujo y misterio. “No, no fue el río – nos contaba una noche Pedro Cantalejo, a Barbeito y al que suscribe – quien rompió la roca sino la tierra que se elevó” Y, uno, en su ignorancia, se pregunta ¿por qué pretende siempre, la tierra llegar a los cielos?

Álora se asoma de puntillas. Lo ve venir y, después,  irse, camino de la mar. Limoneros, naranjos y un sarpullido de casitas blancas. Como a capricho, como puestas donde sí y porque sí, como pespuntes de hilvanes en un encaje de lujo que se pierde en las crestas azules de allí, donde dicen que es el morir.

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