Entró, a eso de media mañana por la ventanilla del coche.
Iba abierta; hacía calor. Unas nubes altas entoldaban el sol y, a pesar de la
luz tamizada, los rayos daban el calor propio de los días de primavera cuando
ya gustan más las sombras que la recacha.
Con cuidado me eché al andén. Paré. No se movía. ¿Iría
mareado? ¿Se estaría pensando qué destino se le avecinaba? Tampoco sé si estos
bichos, en su mundo, piensan. Probablemente, como los humanos que hoy arrasan
Madrid, tampoco utilicen mucho el razocinio.
De pronto, levantó el vuelo. Ascendente, como esos cohetes
que suben en las ferias y los que no somos amantes del ruido deseamos que se
alejen lo más lejos posible… Si tienen que explotar que lo hagan, pero en la
altura.
No soy, en absoluto, amantes de estos bichos. Los que saben
de naturaleza dicen que son muy
necesarios. Polinizan las flores y hacen que la vida siga. Puede. Los misterios
de la vida desde luego son insondables, pero si se pudiese dar un arreglillo
sin tabarros…
Cada año, en la puerta metálica del corral (aprovechan el
calor de la chapa recalentada con el sol del verano) hacen una tabarrera.
Zumban, revolotean y uno, desde la media distancia se ve en la precisión de
rociarla con gas-oíl. Los ahuyenta. Harán la nueva tabarrera bajo una teja del
chivitín, en alguna biga o donde les venga en gana.
A diferencia de las abejas (que también pican) pero son unos
insectos excepcionales, éstos tienen pinta de zánganos. Dicen que el día que se
acabe la última abeja, se habrá acabado el mundo. Hace unos días leía un
artículo sobre las plagas - además de los insectívoros con palma de honor para
el abejaruco - que merman las colmenas. Interesante. Autor el profesor
Weistilifenbach.
En las horas de las siesta, el pilar del pozo se llena de
tabarros, cuando maduran las uvas - los
mirlos hacen lo que pueden - se emplean en los racimos y, éste, de esta mañana
camino de Málaga ha sido el aviso: ellos, también, ya están por aquí.
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