Era un personaje estrafalario y esperpéntico. Nadie sabía ni
de dónde venía ni a dónde iba. Caía por las casas del campo al trasponer el
sol. Si le daban de comer, comía; si no, proseguía. Era un filósofo que
asombraba por cuanto sabía, por cuántos los otros creían que sabía y por lo que
predecía.
“Donde unos ven estrellas; otros, ven polvo cósmico en
suspensión…” Y usted, tío Moya, usted qué ve? - María, respondió, a la mujer que le
interpelaba, “eso quisiera saber lo que veo yo porque llevo mucho tiempo
preguntándomelo”.
Les dijo que serían temibles los “de las cinco muelas”, y
que vendría un guerra, la más grande de todas la guerras… Les metía el susto en
el cuerpo. Contaba cosas a la luz del candil, dormía en el pajar y, a la mañana
siguiente, desaparecía…
Yo nunca lo vi. Cada
vez que aparecía un mendigo, por el camino, me preguntaba, en mi
curiosidad infantil, si aquel hombre sería el tío Moya. Pero, por cómo lo
trataban los demás, no debía serlo. El
Tío Moya era - en su especie - una autoridad:
respetada, admiraba y, en cierto modo temida.
Personaje de leyenda. La noche era su aliada. Trasmitía,
como Galdós en Fortunata y Jacinta,
presentimientos que sin saber porqué se hacían efectivos y cumplían,
siempre, lo anunciado. Era aquella una sociedad dominada por la incomunicación,
el analfabetismo y la curiosidad por todo lo que venía de otro sitio, aunque
fuesen mensajes, algunos indescifrables…
Avanzaba, una tarde de la recién estrenada primavera, el
tren por los montes ondulados de Galicia camino de Monforte de Lemos. Yo miraba
cómo pasaban los palos del telégrafo, y el campo verde, y los riachuelos con
agua, y las ovejas que pastaban en las
laderas.
Subió, al tren, un mendigo. Para los castellanos viejos
tenía acento gallego… No sé qué acento le darían, desde el otro lado, los
gallegos. ¿Sería una reencarnación? Otras veces me pregunto: ¿llegó a existir,
realmente, aquel personaje extraño, desconocido y esperpéntico, al que llamaban, el Tío Moya?
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