A eso de media mañana se abrió
el balcón. Al otro lado de la ventana un hombre, mayor, vestido con una sotana
blanca, con la cara abutagada, en una silla de ruedas. Se esforzaba por
saludar. A duras penas levantaba el brazo. Le costaba.
La multitud, agolpada, en una
plazoleta delante del hospital porque el hombre estaba el balcón de un hospital
estalló en gritos de entusiasmo. Aclamaban, gritaban de alegría. Era una manera
de exteriorizar el gozo que les salía de dentro.
Alguien empujaba la silla de
ruedas. Era un hombre con traje, con corbata, correctamente vestido. El hombre
de blanco, el que venía en la silla de ruedas saludaba con su mano derecha. En
un momento elevó el pulgar de su mano derecha. No era ningún emperador del
circo que perdonaba la vida. No, no. Era la aquiescencia de la gratitud.
El hombre que empujaba la
sillita de ruedas le ha dicho algo al oído. Él con la cabeza ha dicho que no.
El hombre ha dado un paso hacia atrás. Se ha colocado detrás del anciano
vestido de blanco y con la cara abutagada.
Otro hombre también con gafas
como el hombre que le dijo algo al oído se ha colocado al otro lado. Esos dos
hombres con trajes, camisas azules y corbatas pertenecen a la guardia del
pretorio que cuida de él. Esos hombres son las personas que están más cerca de
él en una mañana de sol en Roma.
Hay otro hombre. Tiene una
cámara. Graba. Perpetua la escena. Dicen que hasta Pio XII a los Papas no se
les veía nunca. Ahora, ¡cómo cambian los tiempos! se retrasmiten hasta los
detalles más insignificantes. Hay un griterío ensordecedor….
El Papa saluda con su brazo
derecho medio levantado. Hace un esfuerzo. Se ve que faltan las fuerzas. El
hombre que va a su izquierda, el que parece que lleva la voz cantante, le ha
dicho algo al oído. El Papa ha asentido. Ha dicho que sí. Le ha acercado un
micrófono.
Habla el Papa. Sobre su pecho
reposa un crucifico de grandes dimensiones. La cruz de este hombre no es una
cruz como la que llevan otros hombres. En su dedo anular de la mano derecha un
anillo. Es el símbolo del poder… Gesticula con las manos mientras salen,
entrecortada, las palabras. Ha reconocido, entre el público a alguien. Hay un
tiro de cámara. Es una mujer de alma
grande, con aspecto de jubilada; pelo blanco y sonrisa abierta. No cabe de gozo
Lleva, envuelto en papel, un ramo de flores. El Papa la ha reconocido. La ha
señalado.
- “Y veo a esta señora con
las flores amarillas…. ¡Es brava!”.
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