18 de
julio, martes. Se entrega abierto a la vega. Busca el encuentro con otro
río, el río Guadalquivir. Dicen los libros de Geografía que nació con vocación
de Atlántico y… pues no, pues no. Bordea Antequera. Antes le vino, por la margen
izquierda el Parroso, desde otra Villanueva, la del Rosario; ahora, el de la
Villa, agua de las nieves purificadas en la caliza de El Torcal.
El río
sabe que San Sebastián queda en el centro.
Una plaza y encrucijada de cinco calles: Estepa, Nueva, Cuesta de Santo
Domingo, Cuesta de Zapateros y Encarnación. El templo, soberbio. Hay que detenerse y escudriñar, a golpe de
vista, la belleza del campanario con el angelote desafiando vientos. Es
diferente. No se parece en nada a las veletas que coronan otras torres.
El interior, asombra. Lápidas funerarias - la de Rodrigo de Narváez,
alcaide conquistador- repartidas por las paredes. Recuerdan a los poderosos en
dinero (¡y en qué queda todo!) gustaban pasar a la posteridad desde las umbrías
de los templos bajo el amparo de luz de velas y de rezos pagados en mandas,
fundaciones, capellanías, testamentos...
Antequera es Prehistoria, Roma, Renacimiento y Barroco. Los
libros cuentan que lo primero fue lo primero. Si nos remontamos a viejo en el tiempo,
claro, hay que irse al Romeral y a Viera y a Menga. Si no, una subida a Santa
María. Es un templo magnífico: por construcción, por ubicación, porque así lo
vieron quienes decidieron su enclave. Allí, Pedro Espinosa, de espaldas al
templo, - que no es irrespetuoso, que no, que es porque lo colocaron de esa
manera - sigue con su lectura abierta…
Dormita
el Barroco en el Carmen, en los Remedios, en San Agustín, en Santiago, en
Belén… Araña vientos el Giraldillo; se hacen fuertes espadañas, campanarios,
torres y veletas. Antequera la de las una y mil iglesias. Conventos, curas,
frailes y monjas que rezan maitines de madrugada, y el pueblo, siempre el
pueblo que espera.
En
Antequera vivió uno de los poetas – quizá el mas grande que escribió en prosa,
del campo – José Antonio Muñoz Rojas. Su obra antológica Las cosas del campo
es algo así como el maná que alimentó al pueblo que deambulaba, perdido, por el
desierto. A mí me gusta verlo mejor como la mano de Dios que se baja al papel…
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