De entrada, el viajero dice a los
cuatro vientos que quieran detenerse un momento a escucharlo que nunca estuvo
en Hontagas, pero que si Dios le da salud y el tiempo que corre se lo permite,
piensa ir. ¿Cuándo? No lo sabe…
El viajero de espíritu inquieto, necesita
de esas sensaciones como las de aquellos que buscaban aventuras y se apostaban
en las escalinatas de las catedrales y bebían en las fuentes de los caminos… Ahora,
de vez en cuando, echa a volar su mente y
piensa con llegarse un poco más lejos y se quiere ir por las tierra de
la Ribera del Duero, donde van ríos con
más o menos agua, pero todos ahítos de sueños de otra gentes que decidieron
andar sus propios caminos.
Por esas cosas raras que pasan le
llega una fotografía del río Riaza y sueña con echar una siesta, entre pueblo y
pueblo, porque el río va de Hontangas a Adrada de Haza y recordar todas esas
historias que alguna vez alguien le contó…
Y entonces, piensa cómo se las
ingenian los pueblos para hacer suya la imagen – casi siempre hay una imagen,
un pastor, una quebrada…. - que atraerá a otra gente y así recuerda que a la
Virgen de la Cueva la vieron, a modo de luz en el fondo de la oquedad, desde su castillo, los señores que oteaban el
horizonte una noche oscura y cuando fueron, la encontraron y la montaron en un
carro de bueyes que se negaban a andar.
La cosa no quedó ahí porque los
de Adrada de Haza también la vieron y quisieron llevarla en un carro tirado por
mulos con idéntico resultado. Y los dos pueblos pugnaron porque la Virgen era
‘suya’ y esas cosas…
Y el viajero, que gusta de echar
a volar su imaginación va y piensa cómo podría gozar en las riberas frondosas
del río que corre por tierras de Castilla profunda y solitaria entre pueblos
con poco más de doscientos habitantes, y que corren hacia otros ríos que buscan,
como vamos todos hacia el mar, que es el morir… Por cierto, muy cerca de allí,
en Roa, fue a entregar su alma, su poder y su vida el gran Cisneros al que la
muerte igualó con todos los demás hombres.
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