Dicen – me lo cuenta Eugenia,
una guía turística a quien conozco desde hace muchos años – que los turistas
que vienen a Álora, cuando regresan se llevan dos improntas: la cal que es un
chorreo por las fachadas, y la orografía de calles tortuosas, que suben y bajan. Alguna, muy pocas, llanea,
pero es tan efímera la impresión que no les da tiempo a reponerse.
Hablan y hablan de la subida al
castillo. Es algo impresionante, me comentó, incluso para los que tenemos
curtidos los pies de ir una y otra vez. Lleva razón. Conforme se sube por la
calle Ancha, al primer recodo se abre, a la derecha, abajo, por la calle
Churrete y el Llano de las monas, en la lejanía todo el valle. “¿Pepe, me
preguntó, porqué esos nombres”?
Enfrente, arriba, el castillo.
Mejor, las torres recortadas en el cielo. Imponentes, soberbias, únicas. Le dan
nombre. Queda muy poco de la primitiva parroquia de la Encarnación, el
campanario reconstruido con tintes de alminar y no es ni lo uno, ni lo otro. La
torre del Homenaje daba protección a la
residencia del alcaide…
Una vez arriba, en la explanada
de entrada, las sensaciones se incrementan. Ganan en belleza. Todo es
asombroso, todo es ilusionante y dice de la importancia del sitio y de la
inexpugnabilidad que tuvo durante toda la Edad Media hasta que las ‘modernas’
armas – lombarda y ribadoquines- de
destrucción acabaron con él.
Bordea el castillo primero, un
camino; calle, después. La calle del
Carril. Desde allí, en la altura, el pueblo es un chorreo de cal blanca que baja
por las fachadas. Parece como si El Hacho, en una magnanimidad propia de dioses,
hubiese querido hacer un regalo…
Entre ambas calles, un barrio
recoleto e íntimo. El Barranco fue el crecimiento natural de pueblo. Tampoco
tuvo otros posibles lugares de expansión desde el borde de las murallas. Hoy,
como una albaicín blanco quiere competir con el reto del pueblo. Es santo y
seña, lugar que aporta la originalidad de quien tiene personalidad y lo hace
distinto, diferente a todos los otros barrios del pueblo…
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