El hombre, cuando iba a
trabajar al campo de sol a sol, echaba talega. Ahora los tiempos han cambiado;
la gastronomía, también, y en lugar de la ‘talega’ se echa otra comida porque
entre otras cosas el horario laboral es diferente y la jornada tiene otro
ritmo.
La talega la preparaba la mujer
de la casa la noche antes. Se dejaba colgada en un clavo por aquello del gato
que llegaba a todos sitios y así no la tuviese a su alcance. Ya se sabe el
dicho, “la curiosidad mató al gato”; el hambre, también.
En la talega, se ponía casi
todo fiambre. Algo del embutido que había en aquel tiempo: un trozo de
morcilla, chorizo, un taco de tocino – si tenía alguna vetilla entreverada,
mejor – y algún que otro resto de
matanza si la había, claro. En una fiambrera (casi siempre de aluminio, ¡qué
disparate!, pero es lo que había, una tortilla, una fritada de tomates…) que se
cerraba con asas a modo trampilla. Y un cuarterón de pan.
Cuando el hombre llegaba al
tajo, se colgaba en una rama. Allí estaba hasta la hora de las sopas. Si no era
tiempo o lugar se tiraba de la talega, y si no, era el complemento para la
comida fuerte del medio día.
Eran tiempos duros, muy duros.
Cuando el padre regresaba por la noche, los chavales hurgaban en la talega del
padre. Buscaban qué había sobrado. Sé de un padre, que no se comía lo que
llevaba la talega. Fingía que no había tenido hambre. Mentira cochina. Sabía
que aquello era algo esencial para que sus hijos comiesen algo más aquel día.
Ese padre, tenía las manos
curtidas y muy endurecidas. Surcos hondos en la cara y arrugas en la frente. Ese padre daba un jornal cuando lo había y sus
hijos lo veneraron siempre como lo que era un hombre excepcional. Uno de sus
hijos es amigo mío. Un día entre lágrimas me enseñó la navajilla – no llegaba a
navaja, por su tamaño - de su padre. La guardaba como una reliquia. “Esta
navaja, me dijo, no cortaba el pan que él no se comía para que lo comiésemos
nosotros”.
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