jueves, 30 de agosto de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La talega



El hombre, cuando iba a trabajar al campo de sol a sol, echaba talega. Ahora los tiempos han cambiado; la gastronomía, también, y en lugar de la ‘talega’ se echa otra comida porque entre otras cosas el horario laboral es diferente y la jornada tiene otro ritmo.

La talega la preparaba la mujer de la casa la noche antes. Se dejaba colgada en un clavo por aquello del gato que llegaba a todos sitios y así no la tuviese a su alcance. Ya se sabe el dicho, “la curiosidad mató al gato”; el hambre, también.

En la talega, se ponía casi todo fiambre. Algo del embutido que había en aquel tiempo: un trozo de morcilla, chorizo, un taco de tocino – si tenía alguna vetilla entreverada, mejor –  y algún que otro resto de matanza si la había, claro. En una fiambrera (casi siempre de aluminio, ¡qué disparate!, pero es lo que había, una tortilla, una fritada de tomates…) que se cerraba con asas a modo trampilla. Y un cuarterón de pan.

Cuando el hombre llegaba al tajo, se colgaba en una rama. Allí estaba hasta la hora de las sopas. Si no era tiempo o lugar se tiraba de la talega, y si no, era el complemento para la comida fuerte del medio día.

Eran tiempos duros, muy duros. Cuando el padre regresaba por la noche, los chavales hurgaban en la talega del padre. Buscaban qué había sobrado. Sé de un padre, que no se comía lo que llevaba la talega. Fingía que no había tenido hambre. Mentira cochina. Sabía que aquello era algo esencial para que sus hijos comiesen algo más aquel día.

Ese padre, tenía las manos curtidas y muy endurecidas. Surcos hondos en la cara y arrugas en la frente.  Ese padre daba un jornal cuando lo había y sus hijos lo veneraron siempre como lo que era un hombre excepcional. Uno de sus hijos es amigo mío. Un día entre lágrimas me enseñó la navajilla – no llegaba a navaja, por su tamaño - de su padre. La guardaba como una reliquia. “Esta navaja, me dijo, no cortaba el pan que él no se comía para que lo comiésemos nosotros”.




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