La luz, la sagrada luz del Sur
que recorre su camino desde el amanecer
hasta que el día pone fin – por hoy – y dice adiós hasta mañana, la luz que lo
vivifica todo, se asoma al espejo del agua. No se puede encerrar más belleza;
no se puede dar tanto en tan poco; no cabe un sendero mejor para que vayan y
venga y se aposenten, donde quieran, los
sueños.
Rompe el horizonte una cortina
de árboles. El sol ha abierto la puerta, su puerta, por el lugar donde la
altura es menor y deja que sus rayos se prolonguen y marquen una nota de
melancolía.
Se cierra en la lejanía la
estela del avión que pasó hace un rato;
otro, a más altura, y más cercano en el tiempo, la emula y deja huella. Son
esos aviones que van a alguna parte. Queda constancia de su paso.
El río es un espejo, serenidad
y quietud. Tiene el encanto de los momentos únicos que queremos atrapar y
dejarlo inmóviles, para delicia y gozo.
Escribió Gerardo Diego de otro
río, el Duero, a su paso por Soria, y dijo de él que era ‘agua quieta y en
marcha’. Está quieta – lo aparenta – y está en marcha camino de la marisma donde
la quietud aún será mayor y, luego, cuando deje a un lado el coto se abrazará
con la mar océana esa que llega tan lejos, tan lejos que lo llaman América.
Federico veía en los ríos de
Granada donde solo reman los suspiros ‘agua oculta que llora’. Vio de otra
manera el río de Sevilla y entonces, dijo de él que era el camino más apropiado
para ese navegar lento y parsimonioso de los veleros.
Ha captado Pilar toda la
belleza que encierra el momento. La empalizada que otea tiempos, la vegetación
de ribera donde ya han anidado los pájaros en los meses de primavera, y a donde
regresan cada noche, cuando por el cielo se despega un puñado de luminarias
distantes que llaman estrellas.
Está el agua parada. Es el
lugar para que el alma deje, a un lado la zozobra, y entonces, solo entonces,
entregarse al gozo infinito de la contemplación y saber que una Mano le abrió
cauce y sitio y lugar para deleite a cuantos puedan contemplarla.
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