miércoles, 15 de agosto de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Barranco



Está ahí. Donde siempre. Desde aquel día en que el pueblo decidió – como los niños cuando dejan de serlo – hacerse grande y se echó a andar por una ladera cualquiera. Bajó, primero despacio como quien tiene un poco de miedo a la aventura emprendida. Luego, fue más de prisa y se hizo grande.

Dejó arriba, en la cumbre, el castillo y sus torres y sus murallas. Lo perdió, al principio, de vista pero se trajo algo con el que siempre sabría que los mantendría unidos: su cielo azul. Su cielo azul y limpio que lo corona todo, que lo llena todo, que reparte con generosidad la poesía que lleva dentro.

Y, fue entonces, precisamente entonces, asido a su cielo cuando él, barrio humilde, tímido, recoleto, decidió hacerse calle y se bajó con tiento, poco a poco, con esa compañía que en ocasiones da el silencio y se hace íntimo y avanzó sin que nada ni nadie le opusiese obstáculo…

En su suelo, porque en este pequeño Abaycin blanco que forma el Barranco nuestro,  hay acopio de historia. Una historia que viene de lejos. Una historia que apareció en los papeles y luego la contó y cantó en romance y dijo a cuántos quisieron saberlo que allí,  murió una primavera, de hace muchos años,  Diego de Ribera, Adelantado de Andalucía, y fue entonces, cuando nació “Álora, la bien cercada”…

Dejó que a sus lados de la calle hubiese una proyección de sombras. Decía el Doctor Marañón que en las sombras todos nosotros somos figuras escapadas de un cuadro de El Greco. Aquí, no, aquí solo las dejó  para que se asomasen un poco. Lo suficiente para que diese profundidad al cuadro, a otro cuadro de vida, que se ofreció al fotógrafo, Felipe Aranda, con el misterio  que lleva dentro y se lo regaló a su cámara.

Hay pinceladas de macetas con flores. Hay paredes lisas y blancas. Son macetas pequeñas. Está ahítas de color y belleza. Lo humilde, casi siempre, tiene ese punto para decir que no falta ni sobra nada. Están en su sitio. Una mano anónima las dejó con la simetría que solo saben dar los pueblos viejos. Otra Mano dejó sembrado de estrellas el cielo que vendrán luego cuando llegue la noche y le dé aún más embrujo y más encanto si es que le cabe.





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