Hemingway era el hombre de
rasgos duros. Arrugas en la cara y barba crecida a su monte. Resistente,
curtido y bragado. Delibes, el cazador
que escribía. La sobriedad de Castilla en el filo de su pluma y desparramada en
la cuartilla de papel blanco. Manuel Alcántara, lleva palabras de la mano y
Barbeito le dio su sitio al el campo en la poesía y desde entonces el campo es
poesía al alcance de muchos…
Don Jacinto era un hombre
enjuto. Vestía de estilo y su imagen era la de la elegancia perfumada. En la
España cainita de entonces – ahora, también - a muchos no le perdonan ni los
éxitos literarios ni su situación personal.
Del Premio Nobel se cuentan
infinidad de anécdotas. Probablemente sean todas – o la mayoría apócrifas –
pero raya la sutileza, la agudeza del
hombre que se distinguía de los demás, entre otras cosas, por su ingenio.
“Don Jacinto, - dicen, que en
cierta ocasión le preguntó un periodista- ¿cómo llegó a ser afeminado?”
-
Como usted, preguntando, preguntando.
Vestía impecablemente, sombrero
de ala, lentes redondeadas, traje de
sastrería y camisas planchadas con esmero y primor. Zapatos impolutos. En una
fiesta el guasón de turno, que va de gracioso y jocoso, comenzó a ridiculizar
el objeto que exhibía en el ojal…
-
Don Jacinto, eso… parece un cuerno.
Como si darle importancia, se
miró y…
-
¿Ah, esto? No, no. Es un espejo.
Cuentan que cierto día
transitaba por la calle. La acera estrecha. No caben dos personas. Se tropieza,
de frente, con alguien que lo odiaba profundamente.
-
Yo no cedo el sitio a los…
-
Pues yo sí. Y se bajó al arcén.
Entre el mundo del arte las
críticas, la envida, las puñaladas… Casi todo vale con tal de hacer que corra
el desprestigio del adversario.
-
Don Jacinto, le dicen, tal crítico está por ahí
hablando mal de usted. Vamos que no para, ni pierde ocasión…
-
¿Ah, sí? Pues no recuerdo haberle hecho nunca
ningún favor…
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