Con la llegada del otoño,
concluida la ‘sanmiguelá’, en la huertas se hacía la carne de membrillo – los
niños, impacientes, nos quemábamos la
lengua con el gachero con la prisa por probarla - , el calabazate, se guardaban
las granadas en paja y se sacaban las batatas… Las noches, más largas; los
pájaros se recogían antes. El secano esperaba
la sementera y en el campo todavía no había aparecido la yerba nueva.
Las palomas no zureaban en el
brocal del pozo. Las palomas, en tiempos de siembra seguían los surcos de la
yunta. Picoteaban el grano y, de vez cuando, levantaban pequeñas voladas para adelantar el camino
perdido y no alejarse demasiado de la mancera del arado. El campo se peinaba con
rayas de otro color y los barbechos acogían en su seno las semillas a las que
daban el calor de la madre tierra.
Las cabras regresaban más
temprano. Subían careando por la costera. Algunas se adelantaban al cabrero.
Buscaban los chivos que desde el interior del corral olían a la madre y las
llamaban con berridos agudos y largos. Un perrillo acompañaba al cabrero y
subía cansino, también, al compás de su amo.
En el alero del tejado los
gatos zorreaban sin perder ojo a ver dónde buscaban los gorriones el refugio
para pasar la noche. Algunas veces, desperezándose, avanzaban lentos por los
hierros de la parra. El suelo era una alfombra de hojas secas desprendidas de
los sarmientos y pregoneras del ciclo cumplido.
En la cuadra los animales
buscaban su pesebre. Sabían cuál era el propio. El gañán limpiaba las granzas y
las dejaba caer sobre el suelo que era blando y caliente; le preparaba una pastura y le dejaba caer un
puñado de sebo que los animales separaban con el befo de la paja y se tintaban
de blanco los bordes del hocico…
Con el otoño las noches se
volvían más íntimas. Refrescaba pronto. Se cerraban las puertas y, a medida que
avanzaba la noche, el viento hacía crujir las bisagras de las ventanas con un
chirrido metálico y dolorido. Si entraba una lechuza en el palomar había un
revuelo precipitado y sordo…
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