Dicen que, en otoño, entraban
las borrascas que venían del Atlántico. O sea, de Poniente. Se formaban en un
lugar del océano que está cerca de las islas Azores. ¿Esas que tienen
buganvillias y flores amarillas y rojas y
de muchos colores? Sí; esas.
Luego, se venían, porque era su camino natural, que ellas conocen mejor que nadie, hacia el
Golfo de Cádiz y sobrevolaban el Estrecho y cruzaban por la Serranía de Ronda,
y descargaban – en Grazalema con más generosidad – y por las campiñas del Gudalquivir, y… se extendían por todo el campo.
Dicen que, entonces, llovía
mansamente y las nubes se desprendían de toda el agua que llevaba en sus
alforjas y lo empapaban todo, y cuando el campo ya estaba harto comenzaban a
escaparse por las escorrentías y se
llenaban los veneros y los arroyos y las
cañadas y los pozos.
Los embalses hacían su acopio y
la guardaban para otros tiempos, para
cuando llegan los meses secos. Aparecía la otoñada, manto de terciopelo verde, rebrota
da en las lindes y los granados que ya estaban vestidos de oro viejo comenzaban
a alfombrar el suelo.
Parece que las borrascas este
año están desnortadas. Han perdido el camino. No saben por dónde deben buscar
las orillas de la península… El campo mira y mira al horizonte. De vez en
cuando ve cómo asoman algunas nubes y piensa que ya están, que vienen, que de
un momento a otro formarán una banda como los pajarillos cuando buscan los
árboles para pasar la noche y el cielo dejará de ser azul y se tornará plomizo
y…
Pero nada. Todo está en un
compás de espera que se hace largo; demasiado largo. Hay un calma chicha como
aquella que atrapaba a los barcos veleros en la lejanía de tierra y en medio
del océano clamaban por una brisa que moviese sus velas. Las velas del campo
también claman por un impulso que los retorne a la vida. Esa vida viene con el
agua, el agua que traen las borrascas del Atlántico y que este otoño se han
olvidado de nosotros.
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