jueves, 5 de octubre de 2017

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Ultramarinos

Rafael era un hombre de estatura baja, poco pelo y mucha amabilidad. Rafael se peinaba a un lado; usaba unas gafas con pastas gruesas. Rafael tenía palabra afables para el niño cuando iba a comprar la mortadela para el bocadillo de la merienda.

Rafael siempre estaba detrás del  mostrador. “Niño ve a casa de Rafalito Lería y que te de…, porque Rafael,  para las personas mayores era Rafalito”. Contaba con la ayuda de su hijo, también Rafael y, algunas veces, de Anita su mujer.

-          Niño, me decía con voz queda y silabeante -Anita, se murió de vieja y siguieron llamándole ‘Anita, la de Rafael Lería’, era una mujer tranquilla y pastueña – yo era prima de tu abuela.

La tienda olía, como olían las tiendas de ultramarinos de pueblo, a pimentón y azúcar;  a sacos de yute y atún en aceite en latas grandes; a chorizos chorreando pringue las tardes de verano; a lentejas y habichuelas secas a granel, a café molido y a bacalao que cortaban con un cuchillo largo y especial, fijado por un extremo a modo de palanca…

Era olor a gloria bendita. El olor salía por la puerta. Siempre había mucha gente agolpada delante del mostrador. Las mujeres vestían, casi todas, de negro. Llevaban una cesta de palma y algunas se cubrían la cabeza con un pañuelo, también negro, porque guardaban luto.
Rafael, atendía a los viajantes en un extremo del mostrador (en el opuesto a donde estaba el peso de marca ‘Mobba’, el molinillo y el émbolo que extraía el aceite de un bidón que estaba debajo del mostrador).
El viajante dejó a su mujer en el coche mientras despachaba con Rafael. Vuelve y no la encuentra. Retorna a la tienda por si se han cruzado por el camino. Rafael le dice que no ha venido; se va. Vuelve, la misma pregunta…
-          Rafael, que mi mujer no está en el coche…

-          Tiene usted, le contestó con parsimonia, dos opciones, o colgarse un cencerro o comprarse un traje negro…


A Rafael lo encontraron, sentado en un escalón, con la cabeza doblada contra la pared, una tarde en las escaleras del corral. Había bajado a echarle de comer a las gallinas. Su corazón no aguantó más.
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