Está ahí; desde siempre. No
sabemos en qué tarde - o ¿sería por la mañana? – decidieron que sobre el cerro
asentaría el pueblo y buscaron el lugar
seguro de las alturas entre el cielo y el suelo. Lo suficiente alto como para
escaparse de las crecidas del río…
Álora se asienta como quien
monta a caballo sobre un lomo que va desde el castillo hasta los pies de El
Hacho. Se alarga; se prolonga, se estira en un querer por llegar lo más alto
posible como si no tuviese altura suficiente.
Se chorrea a las dos laderas.
Por poniente se asoma al arroyo Hondo; por sol naciente se baja, con mucho
cuidado y mimo hasta ir a beber en la
misma orilla del río que viene de lejos, que busca el mar y que
fertiliza la vega.
Por el río vinieron las
culturas de otros pueblos. Aguas arriba llegaron los fenicios. Habían cruzado
el mar azul y por los cursos de los ríos buscaron los productos para su
comercio. Los fenicios nos enseñaron el uso de la moneda, el cultivo del
aceite. Los iberos de aquí construyeron las ánforas de barros para transportar
todo aquel comercio.
Con Roma llegó la entidad de
pueblo. Iluro. Con Roma vino la Lengua y el Derecho. Gente de Álora –porque
Álora se llamó Iluro con Roma - tuvo presencia en el Imperio: Cayo Fabio
Vibiano, Fabia Firma, Lucio Augusto Longo… Gozaron su momento y su gloria.
Dejaron huellas y recuerdos.
El castillo otea vientos y
horizontes. El castillo sabe de tiempos de desencuentros entre hombres desde
hace muchísimo tiempo. Muchos le pusieron cercos; casi todos infructuosos.
Luego, cuando pasó el tiempo, y la máquina de la guerra se hizo potente, a él,
al castillo, se le acabó su tiempo.
Los recuerdos de los árabes
están a pedir de mano. Un albaicín blanco; un pespunte de cal; un encaje entretejido
en el primor de lo bien hecho con fachadas ahítas de cal y tejados pardos. Felipe
ha captado el azul del cielo y un enjambre de nubes que este año se han
empeñado en ir de paso…
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