Casi siempre yo jugaba en la
calle. Tenía un camión de madera, una pelota de goma y un caballo de caña que
amarraba en la reja de la ventana de mi casa. Mi casa era una casa grande de
pueblo, con un corral de escalones y un patio lleno de macetas que mi madre
regaba con mimo porque el agua era escasa.
El camión de madera me lo
echaron los Reyes Magos. Conmigo nunca fueron generosos su Majestades porque siempre les pedía una bicicleta pero
el sello de la carta que yo les ponía se debía despegar por el camino y nunca
les llegaba mi petición. (Puede que tampoco la dirección estuviese bien escrita
y a lo mejor hasta llevaba faltas de ortografía). Después, de grande, sí he sabido que es
verdad que existen los Reyes Magos. Son otros Reyes, claro.
La pelota de goma era nuestra
joya más preciada para subir al Llanillo. Al Llanillo íbamos los jueves por la
tarde cuando no había escuela. Bueno, escuela sí había, lo que no había eran
clases y, a nosotros aquello, nos sabía a algo tan especial que era único.
El terror de la calle era doña
Pura. Doña Pura era una señora mayor; bueno, vieja, muy vieja que iba a misa
los domingos acompañada de una criada. Doña Pura gozaba metiendo las tijeras a
las pelotas que una pala pierna embarcaba en su balcón… Los niños de la calle
hacia ella teníamos, bueno, se entiende, lo que sentíamos por dentro.
El caballo de caña era un bien
preciado. El caballo de caña no comía paja ni grano ni había que echarle
ninguna pastura. Nosotros, montados en él
- cada niño de la calle tenía su caballo – íbamos al pilar de la fuente
de la Vera-Cruz o al de la Fuentarriba a darle agua…
Un día vinieron otros juguetes:
una patineta con cojinetes que mi madre quitó de circulación porque el roce no
era lo más apropiado para los pantalones, un aro hecho con el fleje de un cubo
de cinc o de una barrica de arencas. Los niños de entonces…
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