El otoño juega al escondite con
las hojas del calendario. Está escondido en las esquinas y, como los niños
traviesos, de vez en cuando, asoma su cabeza.
Ha vestido de rebeca de hilo, o sea, ligera, las noches de un verano que se
resiste, sobre todo, al mediodía, a irse.
Están los olivares doblados.
Las ramas se arquean con el peso de la aceituna madura y menuda porque no le ha
llegado el agua del cielo. Ya se sabe, el olivo bebe por la hoja y, este año,
solo ha bebido el polvo que se levanta de los caminos.
La luz, la sagrada luz del sur,
cada día madruga menos. Tarda en levantarse Se queda acurrucada con las sombras
entre las sábanas de la noche y con los ojos un poco cerrados mira cómo
tintinean muy arriba las estrellas.
Se han ido las golondrinas. Ya
no hay quien se beba las nubes de paso y perdidas por el cielo en los charcos
del arroyo. Se han quedado sin su canto chirriante los cables de la luz y como
hace tiempo que se suprimieron los del telégrafo, ahora solitarios, esperan que
pasen los tiempos del frío y cuando vuelvan por primavera, el progreso no haya
decretado que ellos ya no estén ahí esperándolas.
Se han ido, también, los
vencejos que anidaron bajo el alero del tejado
y las tórtolas que se escaparon de las escopetas de la media veda. No
han llegado, todavía, los estorninos que caerán sobre los olivares con las
aceitunas sobrevivientes del verdeo en la penitencia del morado esperando la
tolva y el molino.
El otoño llama a la puerta. Lo
dice el hombre del tiempo y el calendario. Es cuestión de días. El verano que
no ha sido ni bueno ni malo sino todo lo contrario, que nos ha azotado a su
modo y estilo, tiene los días contados. Un puñado, solo un puñado, de días, como los años buenos que vienen cada siglo, y
como esos en los que usted y yo pensamos, aunque viendo cómo está el patio a lo peor el
‘puñado’ se cuenta con los dedos de una mano y hasta sobran dedos…
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