El lubricán da paso al alba.
Clarea por el Cerro de la Fiscala. Viene el
día. El cielo cambia de color. El lucero, el lucero del alba, como cada
mañana, está en su sitio. Las demás estrellas se han perdido poco a poco, como
se perdieron los niños con los que
íbamos a la escuela, como se perdió el
primer amor cuando creíamos en tanto, como se perdieron tantas cosas nuestras…
Un mirlo tempranero salta entre
los sarmientos de la parra; repasa las uvas maduras. Luego, echa pie a tierra. Da pequeños saltitos; busca los
bichillos que salen del estiércol. Sabe dónde tiene que hurgar. Dios provee a
todas sus criaturas; a los mirlos, también.
Ya no llaman las campanas, como
lo hacían en otro tiempo, a las beatas para que acudan a misa de madrugada. Las
gallinas se recogieron y han pasado la
noche en las ramas de los limoneros. Hace un rato un gallo altanero respondió con
su canto señero y envalentonado a otros gallos que lo provocaron desde otros
árboles…
Está fresca la mañana. Acaricia
la brisa; el campo despierta. Baja un rumor por la cañada. El aire mueve las
copas de los árboles. Luego, cuando se asiente la luz, un tintineo como de
cascabeles nuevos hace que los chopos muestren como un primer temblor de sorpresa.
Pasan raudos los coches. La
gente va al trabajo; la gente tiene prisa; la gente quiere recuperar en la
carretera el tiempo perdido en despabilarse. Por encina de Virote va el primer
avión. Lo hace cada día, a la misma hora. Siempre siento la curiosidad de saber
a dónde irá ese vuelo que cruza por allí enfrente y rompe la música del campo y
del aire.
La rociada de las noches que ya
son más largas deja mojadas las hojas de las yerbas secas en el borde del camino. El periódico, también viene como siempre. A
Rahola le huelen mal los españoles… Algún día, a lo peor, los españoles decimos
a qué nos huele esta señora… Se ha ido la noche; viene el día. Señor, danos con
el pan, nuestra rosa de cada día…
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