Un suave rasgueo
en los cristales de la ventana avisa que fuera, al otro lado, hay vida. Se
mueven los visillos, y la luz, la sagrada luz de la tarde, entra tibia, mansa,
como una mariposa acobardada. No
encuentra el cobijo que busca en la calle.
Un viento de
levante ha puesto fin al verano. Es un viento igual al de otros años. Un viento
idéntico al que vino el año pasado y al que vendrá cuando ya el pueblo se haya
hecho tan nuevo que no se reconocerá. El cielo tiene una pincelada de nubes
altas. Demasiado altas para preludiar siquiera un leve riego de lluvia bendita.
Los niños han
vuelto al colegio. Las aulas de silencio
en los meses de verano ahora son una algarabía de gente menuda. Los viejos
decían: “niño estudia para que seas un hombre de provecho el día de mañana”. Ya
ven en lo que han hecho con aquellas buenas intenciones. Ni provecho, ni
mañana.
Jóvenes
desilusionados tiene los títulos -
porque hay algunos que tienen varios títulos y un máster y un montón de cursos
– adormilados en una bandeja de aburrimiento en la estantería de su cuarto. Hay
quien se ha ido a mil kilómetros de su casa por un jornal de miseria. Otros,
bueno, mejor no pensarlo…
Las noticias
que trae el periódico son de llanto. La televisión sirve imágenes dantescas; la
radio no quiere ser menos y compite con ellos en la inmediatez de la noticia;
tampoco son mejores.
Se ha quedado
la playa desierta. Los últimos bañistas recogieron las sombrillas. Sobran
aparcamiento para las gaviotas que ahora se han bajado a pie de rebalaje; ya
toda la arena es suya. El mar azul intenso, según qué horas, se pone de azul
plateado; está totalmente parado. El mar como la esperanza se antoja lejano y
distante. No está al alcance de la mano.
Es el otoño
que llega y llama y pide que lo deje entrar porque fuera, luego, cuando caigan
algunas hojas de los plátanos orientales, hará frío, mucho frío.
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