Lo anunció
Miguel Hernández a cuantos quisieron saberlo: “por fin trajo el verde mayo /
correhuelas y albahacas…” y todo eso que conocemos de amor y cintas en las
guitarras y ventanas llenas de flores y aldeas que se abren al tiempo nuevo.
Ha virado el
color del campo. Ya amarillean las lomas, “porque las primeras que maduran son
las cebadas, ¿sabe usted?” me decía esa mañana en el bar un hombre de arrugas
como surcos profundos que el arado de la vida marcó en su cara.
Los olivos
limpian la trama. Apunta a un buen año de aceituna. El agua de hace unos días
ha venido un poco tarde, pero ha venido como una bendición sobre el campo que
la pedía a gritos, que la necesitaba y la anhelaban. Un remedión para muchas
cosas.
Están los celindos
ahítos de flores. En sus estambres y pistilos hay un murmullo de abejas trabajadoras
que liban su esencia para hacer una verdadera reconversión y de ese perfume
saldrá luego, cuando el tiempo lo marque, la delicia de la miel.
Ya aparecen
las primeras frutas de primavera. Nísperos
con sabores agridulces como el amor, como la vida que va y viene, como las
ilusiones y desengaños; sensuales
albaricoques escapados de los sueños de noches orientales; nectarinas de los
trópicos; paraguayos y cerezas, pezoncillos sensuales.
Las veredas del camino, repletas de flores
nuevas. Un abanico de colores se hace la competencia. Las mueve el aire y son
destellos amarillos, malvas, rosas, violetas, blancos, gayumbas,
matagallos y retamas ensemilladas;
cantuesos y romero. Están ahí como cada año por mayo. Vienen y alegran el campo
y luego, cuando les llegue su tiempo, esperan otra vez que se cumpla el ciclo.
Esta mañana
arrullaba una tórtola en la encina
grande, la que están al otro lado de la cañada, enfrente del pozo… La encina
donde sestean las cabras cuando aprieta la calor y buscan la sombra del
mediodía, se viste de nuevo y anuncia
que “campea mayo amoroso; / que el amor ronda majadas…” Mozas, bailes,
faltas; Mayo…
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