La tarde era de primavera; el
viento se había echado. Un rato antes sopló con fuerza, a ráfagas. Alguien ha
dicho que la primavera solo es plácida en la mente de los poetas. Ahora, el
viento era flojo; casi no se percibía.
Solo un ligero bamboleo en
las crestas de los cipreses. Los pámpanos de la parra estaban quietos; entre el
verdor sobresalen ya los racimos que apuntan al cuaje de las primeras uvas. La
misma brisa que acariciaba las puntas de los cipreses movía las flores de la pasiflora
con sus pétalos morados y penitenciarios…
En el suelo un puñado de
flores que no llegaron a nacer hace un alfombrado raro. Dejaban un pespunteo
irregular en su caída caprichosa y anárquica. Las flores caen dónde y cuándo
quieren; éstas, también.
Hay un nido de mirlos entre
las ramas de un limonero. Un mirlo camina a saltitos por entre la yerba. No se
aleja. Es una manera de protección y de atraer hacia él a los posibles
depredadores. Busca bichillos en el estiércol de la era de tomates y en los
arriates de los rosales.
Sabe que los dos somos
conscientes de lo que hay. Se aproxima
prudencialmente; siempre guarda las distancias. Da pequeños vuelos. Se aleja un
poco; enseguida, vuelve. No quiero acercarme. Me marca las distancias…
En la sierra, desde media
tarde canta un cuco. Es un canto monocorde y rítmico, silábico. Los cucos siempre cantan en morse. Habrá dejado su
puesta en un nido ajeno; otro pajarillo incauto sacará adelante la cría y los
suyos tendrán los días contados. La naturaleza tiene sus propios cánones.
El sol se hunde lentamente
por detrás de la sierra. El cielo se ha coloreado de malvas, violetas,
anaranjados, rojos… Por la ladera de enfrente baja una sinfonía de cencerras.
Es el cabrero. Ha estado todo el día en las breñas. Va de recogida. Las cabras
carean, y de vez en cuando, sobresale la
voz del hombre: llama a los perros. Un garbito grande y un turco de pelo rizado
y sucio.
La tarde deja una luz de paz
y sosiego…
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