Está el
balcón ahíto de claveles rojos y amarillo; como contrapunto, una gitanilla
blanca; un balcón; una calle cualquiera. Están a pedir de mano flores y espigas
y racimos granados. Hay un canto a la vida que viene cada año por mayo en el
campo y en los balcones, en el borde de los caminos, en los muros, en los
caballetes de los corrales…
“Niña
asómate a la reja que te tengo que decir…” Lo pedía la copla. No sé si la niña
escuchó la voz que la reclamaba y apareció detrás de los barrotes. Por lo
pronto este balcón nos regala una docena larga de claveles. Belleza, pinceladas en la paleta del Pintor
más excelso que nos ha dejado su muestra.
Ponen notas de poesía y un bamboleo suave cuando los
mece el viento, alegría para los viandantes que pasan por sus cercanías; una
llamada de atención, pregoneros desde su lugar privilegiado, entre tejas y el
suelo.
“Cabalgué
lentamente hacia los cielos / era un domingo de pipirigallo / y vi que en vez
de rosas y claveles /ella tronchaba lirios con sus manos”. Lo cantaba Federico.
Era una balada trise. Hablaba, también, de una tarde fresquita de mayo.
Claro no había visto un balcón de claveles rojos, amarillos y una
gitanilla que pregonaba el color de sus flores, en blanco.
Se hizo una
pregunta: “¿quién será la que corta las rosas y claveles de mayo?” Y nos habló
de estrellas y de una constelación lejana, muy lejana, Pegaso, y Federico
seguía preguntando a los niños buenos del Prado… y las rosas eran reclamos de
abejas, y los claveles… ¡Ay, Federico,
ay Federico!
“A la
memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y
claveles”… Lo dejó dicho Juan Ramón; era la dedicatoria de Platero y yo, ese libro que algunos se empeñan en creerlo un libro
para niños y no, no es para niños. Es para regustarlo, y luego pensar en rosas
blancas, en claveles rojos, en amapolas que nacen en el pedregal de río.
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