“Pastores, los que
fueres / allá por las majadas al otero / si por ventura vieres…”. Las cabras
carean a esa hora en que la luz juega al escondite entre las rocas. Un día -
las roscas - se desprendieron del macizo de El Hacho. Las piedras se echaron a
correr por el pecho abajo, como chiquillos con la jaula abierta en la hora
bendita del recreo.
Las piedras del Hacho son de arenisca moldeable. Son rocas
‘blandas’. Tienen un color oscuro y forman, con la erosión, figuras extrañas,
oquedades, recortes de unos moldes asombrosos. Las rocas perdieron la
corondilla y se pararon de andar, a
media cuesta, hasta donde le aguantaron las fuerzas.
Han crecido palmas y acebuches;
está alta la yerba. No ha llovido pero está precioso el campo.
Suena un
tintineo de esquilas y cencerras y entonan una sinfonía de latones y lengüetas.
Son sonidos diferentes, no siguen las directrices de ninguna batuta, porque su
música pertenece a otra orquesta.
Las cabras son de
pelaje marrón claro; tiran a rubio. Las cabras ponen pinceladas de miel entre
el verdor de la yerba. Se han subido los gamones. Está cercana su fiesta y han
vestido las varitas de florecillas blancas. Las bambolea el viento. Compiten
con jaramagos que son pompones amarillos y amapolas tiernas. Todos quieren ir
de feria.
Ramonean. Van a los
suyo las cabras. No pierden bocado. Agachan sus cabezas mochas y proporcionadas. Tienen las ubres llenas. La
leche de estas cabras es rica en proteínas y grasas; proporcionan un queso de
sabores únicos. Se adaptan al terreno y soportan bien los rigores cuando cambia
el tiempo.
No debe andar muy
lejos el cabrero. Tampoco lo necesitan. El campo está acosterado. La colina baja en declive suave como quien se recrea,
otra vez, en los versos de San Juan de
la Cruz: “y yéndolos mirando / con solo su figura / vestidos los dejó de su
hermosura”. Y entorno los ojos y digo que sí, que es así.
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