La chica rebelde vivía en una familia ‘bien’. Entre los
suyos había ‘posibles’. En su casa no conoció la carestía que le echaba las
manos al cuello a otras chicas como ella. En su casa había libros y ella los leía.
Le dieron una formación solida; la aprovechó.
Ni muy alta ni muy baja. Era morena; de complexión fuerte.
Ojos grades y expresivos. Más grande el negro de los ojos que todo lo blanco
que lo rodea que no era poco y que le daba una belleza atractiva. Nariz larga,
boca proporcionada, labios carnosos y la barbilla prominente.
La chica rebelde tenía aires de aventuras. Algo le empujaba.
Una fuerza de dentro no le dejaba estarse quieta. La chica rebelde no podía
conformarse con todo lo que le rodeaba, a ella y a otras que conocía que eran,
eso sí, un poco menos rebeldes que ella, pero casi tan inquietas como ella.
Anduvo caminos. Rompió moldes. Arremetió contra todo lo que
no estaba conforme. Fue, visitó y conoció
muchas ciudades: Toledo, Ávila, Beas de Segura, Medina del Campo, Valladolid,
Sevilla, Soria, Segovia, Alba de Tormes… No se paró ante arroyos crecidos ni en
caminos embarrados. No la frenaron los ríos caudalosos…Pernoctó en ventas y
posadas.
Tuvo amistades con un poeta peligroso – algún que otro poeta
es gente peligrosa - que se llamaba
Juan. Escribía unos versos bellísimos, y con otro que se llamaba Luis; otro de
sus amigos se llamó Jerónimo…
La chica rebelde se juntaba con gente a los que gustaba eso
de escribir libros. Se contagió del gusto y, como, además, tenía mucho que decir y como sabía y
necesitaba decirlo pues… llenaba y llenaba papeles. Y aquello que escribía la
chica rebelde llegaba a la gente.
Tal como hoy, 25 de marzo, los ojos de la chica rebelde
vieron la luz del sol de una mañana que apuntaba a primavera en los páramos de
Castilla frente a Gredos blanco y el campo moteado de amapolas. En Ávila; de
eso hace cinco siglos.
Ah, la chica rebelde, se llamó Teresa… Teresa de Ahumada, o
sea, Teresa de Jesús. O lo que es igual, Santa Teresa de Jesús.
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