Está a remanso de los vientos, en el encuentro de dos ramas,
en un limonero que ya apunta a yemas reventonas de azahar. Dentro de unos días esos brotes serán perfume mañanero en el campo
y por las noches harán que suban, hasta romper moldes, los decibelios de la
sensualidad.
Es un nido de mirlos. Está hecho con un acopio de yerbas
secas. Las han ido llevando, sin que nadie lo perciba, sin que nadie se dé
cuenta desde el suelo de la huerta a la rama. El nido está mal formado por fuera,
con forma de copa redonda; acogedor y calentito, por dentro.
Tiene tres huevecillos. Verdes azulados, pequeños con
algunos puntitos rojizos. Si los mirlos tienen una postura de seis huevos…
están a la mediación. Son preciosos. La madre todavía no empolla con el calor
de su cuerpo. Están solos pero donde están no llegan los gatos.
Un poco más allá, cantan los jilgueros y en los cables del
teléfono un chamarín compite con ellos. Seguramente los mirlos me han visto. Me
observan. Estarán a ver cómo es mi
comportamiento. Yo no toco el nido. Miro… Siento ternura y admiración.
El árbol está cargado de fruto. Los limones ya han virado de
color. Amarillean con ese color que solo toman cuando viene la primavera:
intenso y vigoroso. Han salido de un invierno duro; ahora, ya todo es zumo en su
interior. Aguardan, esperan la recolección en su tiempo.
Canta un mirlo… Lo oigo; no lo veo. ¿Me estará avisando?
¿Jugará a despistarme para que me aleje del nido? Son extraños, únicos,
insondables. Los animales tienen comportamientos que los humanos no entendemos.
Los mirlos siempre cantan cuando viene el día y a esas horas
en que sol decide que hasta aquí hemos llegado y da paso a la noche. Los mirlos
son madrugadores. Como son omnívoros combinan la dieta de insectos con las uvas
maduras de la parra. Las parras todavía no han brotado. ¿Qué fruta tomarán,
ahora, de postre los mirlos?
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