Pero no es así. Yo ya me he sorprendido a mí mismo
corriendo… para subir al Metro. Pasabas tú. Yo estaba sentado en el banco aquel
de Recoletos. Ya sabes… Cuando estoy cansando – cada día me canso, más – me
suelo sentar siempre en ese banco.
Un poco más abajo don Ramón María del Valle-Inclán,
esperpento puro junto a un olivo; un poco más arriba, don Juan Valera. Por
cierto, Madrid le ha dado mejor monumento – no sé si mejor recuerdo – que su
pueblo. Uno en bronce; en mármol, con gitanilla incluida, el nuestro.
Salí un poco embotado. Bajé despacio las escaleras de
piedras de ese ‘sancta sanctorum’ al que sabes que voy siempre. Estatuas
silenciosas llevan allí tanto tiempo que ni se inmutan. Papeles viejos. Otra
vez el tiempo. Poco tiempo. Corre el reloj… Quiero aprovechar el tiempo… Yo no
te lo pude decir, ya sabes. Es el tópico.
Pero eras tú. Bajabas por el paseo. Rebrotan las acacias;
con ciclamen rosas y pensamientos del color de pasión han orillado la calle. Pasaban
algunas nubes por cielo. Coches raudos. Sirenas. Ruidos. Los autobuses en el
frontal entre puntitos luminosos dicen su destino: Atocha, la Virgen de
Cortijo, Canillejas, la Quinta de los Molinos…
Me encerré en mi silencio. Y supe que eras tú. Porque tú
eres inconfundible y, aunque no me lo digas, te presiento. Y vi cómo te
alejabas. Llevabas el porte de siempre, el andar de siempre, la firmeza de
siempre.
Cualquier otro día, ¡sabe Dios cuándo! Aparecerás. No dirás
nada. Te veré que vienes desde lejos, pasas y sigues el camino. Como hoy, como
ayer, como siempre. Pero no me cabe duda. Estoy seguro; eras tú, chiquilla que pasabas esta mañana por
la calle, cuando ya la luz quería hacerse tarde…
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