La chica ya no era
joven. La chica lograba salir en un mar donde las orillas le quedaban muy
lejos. Tan lejos que volver atrás era imposible; alcanzar la otra orilla una
aventura. Seguir adelante era un canto a
la esperanza. Le empujaba la desesperación y la ansiedad de llegar.
La chica había
traspasado la barrera de ese lugar de la vida a donde nunca antes llegaban las
olas que hundían, fuera de allí, los barcos confiados y que, también, sin ella
saberlo, había hundido el suyo. Se preguntaba y no hallaba respuestas a muchos
‘¿porqué?
La chica de
cabellos rubios navegaba en una noche procelosa y oscura. La chica buscaba
entre las olas del mar de su vida un faro que alumbrase por encima de la
tempestad. La chica buscaba la estrella de una última oportunidad. ¿Sería
aquella su última oportunidad?
Caminaba sola por
la ciudad de siempre. La ciudad le era tan desconocida que ni ella la reconocía
ni se reconocía a sí misma. Pedía y no podía romper con su pasado. Anhelaba que
el sol del amanecer – qué hermosura del sol de amanecer – le diese a su vida el
calor que no tenía.
Iba con sus
preguntas sin respuesta, sola, por la calle. Hacía frío, mucho frío. Pasaban
los pocos coches que transitaban a esas horas veloces. Venían de algún sito;
iban a alguna parte. Ella había dejado atrás mucho ruido de una música
estridente, ensordecedora; otra música.
Hurgó en el bolso, encontró la
llave del portal. Abrió la puerta. La chica de manera intuitiva pulsó el botón
de la luz. Llamo al ascensor…Su casa estaba vacía. Sola. Chocó con el silencio
que siempre despide la nada…
Cuando se metió
bajo el edredón de la cama su cuerpo tiritaba. La chica tenía mucho frío por
dentro. Pensó en un faro lejano. De vez en cuando, las ráfagas de luz de otro
faro pasaban por los cristales de su ventana. En el horizonte todavía no se
vislumbraba el día…
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