La noticia se ha colado casi sin sentir. Sin hacer ruido. En
silencio. Lo he leído en La Vanguardia; otros, periódicos, también publican la
noticia: “Muere el niño de 8 años que cayó al mar cuando intentaba rescatar a
su perro”.
Las cosas pasaron el sábado por la tarde. El chaval estaba,
al parecer, con un primo en los acantilados de la Costa Brava, en las cercanías
del parador. Cayó el perro y, a él le salió de dentro el sentimiento de hombre
grande – siendo tan pequeño – que llevaba dentro. Se tiró al agua; después lo
hizo el primo, un poco mayor, solo 12 años.
Unos pescadores dieron aviso. Bomberos, rescate (el primo
salió por sí mismo) hospital de Sant Pau… y todo lo demás. La Costa Brava es
preciosa. El mar llega a los acantilados y, en los días claros, todo se
convierte en calas bucólicas de aguas cristalinas; los días de temporal se
vuelve tremendo.
Dicen que vivía en el Maresme, en Dosrius y que estaba allí
en el Baix Empordà donde no le ha podido dar una larga cambiada a la muerte.
Porque dice el periódico que eran las cinco y cinco de la tarde. ¡Puñetera
coincidencia!
Begur tiene poco más de cuatro mil habitantes. Se quedan pequeños
los indianos que trajeron dinero y construcciones ‘diferentes’ de Cuba y las
torres vigías que otean el horizonte por donde hace mucho tiempo venían galeras
con la media luna en las velas. Ahora, sí que tienen un ciudadano de Honor.
No sabemos el nombre del niño. No importa. Lo que sí importa
es la enorme lección que ha dado de hombría de bien; de corazón grande; de
persona con sitio propio en la Historia de la gente buena, que en los tiempos
que corren son más, muchos más y más anónimos que los otros, los de la otra
ralea y, ustedes, me entienden.
El perro, dice el periódico, fue finalmente rescatado con
vida por los bomberos…
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