Ya está aquí. Ha venido como es costumbre y norma. Ha
entrado por el norte y barre la Península como algo suyo, como un territorio
desolado y aterido que tiembla tirita y tiene miedo. Está atrapasa bajo la
poderosa bota hecha de un material que tritura.
Napoleón arrasó Europa, cruzó ríos, campó por la inmensa
llanura. Llegó a la puerta de Moscú, y el pueblo ruso que oía en la lejanía
sones de Marsellesa esperó a que sus campanas diesen la orden a su gran
general, al mejor de sus aliados, a su ‘general Invierno’. De lo que vino
después se encargaron de contarlo los libros de Historia.
Febrero, dice la gente del campo, es el malo; el refrán lo
llama embustero y la sabiduría popular - que siempre acierta - le atribuye un puñado de males. Vientos polares
se dan su paseo de cada año y hacen de las suyas. No hay nada que tenga
capacidad para pararlos.
Dice el hombre del tiempo que las temperaturas en las cumbres
de las cordilleras rompen los termómetros normales. La Cantábrica, Pirineos, Sistema
Central o la Penibética compiten entre sí para ver quién se lleva el pulso; o
sea, quien tiene el récord en las temperaturas más bajas.
No se quedan atrás las llanuras: páramos castellanos,
aragoneses, recodos en algunos valles no quieren ser menos. Se han sumado,
también, a la lucha por salir en el periódico. Se habla de diez, quince o
veinte, grados centígrados bajo cero como si se hablase de Syriza o de Podemos.
Vamos, el pan nuestro de cada día.
Tiembla el campo. Me decía hace un rato un amigo que la
gente acarrea leña y neumáticos viejos. Vale de todo: de bicicleta, de
tractores, de coches, de motos, de camiones. Cuando traspone el sol el campo es
una candelaria pagana. Quieren hacer una capa de aire caliente…
El general Invierno regala una sonrisa blanca y helada. Es
hijo de la naturaleza, de la madre naturaleza y ya sabemos lo que dice el
maestro Alcántara de dichosilla madre: “¡Qué madre con más mala leche”!
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