Tiene el pelo largo y rubio como si fuera de panocha pero no
es; tiene los ojos azules como de tarde de abril y la cara punteada de pecas. Es
espigada y alta. Convive con muchos recuerdos; no separa los soñados de los
ciertos.
Ha puesto mucha agua de por medio y un montón de tierra,
además. Tiene el encanto de quien sabe
en la vida lo que quiere y ha seguido su camino… Porque hay caminos que van a
alguna parte; otros, no van a ningún
sitio.
La chica de las mariposas ha escrito un relato precioso.
Cuenta del amor primero, el que no se olvidan nunca, el que se sentía por
dentro y, por no sé qué artilugio raro hacía que, a las cosas, se las miraba de
otra manera.
La chica de las mariposas recuerda los escalones de aquella
calle que no era una calle cualquiera donde ella se sentaba para desabrocharse
los patines y no olvida a aquel niño rubio, delgadito y guapo que también tenía
– como ella, los ojos azules – y un
padre muy serio, muy serio…
No encuentra la manera de plantarse delante de él y explicarle
que hace muchos años que lo quiere. Ya se sabe: el amor tiene cosas así. Y
cuando menos se espera comienza esa separación y, entonces se va y se pierde
por esos mundos de Dios.
La chica de las mariposas se lo cuenta a los pájaros y los
pájaros saben “su nombre”. Y, los pájaros lo saben porque ella se ha encargado
de decírselo, como se lo ha dicho al río grande que viene de tierras lejanas
entre plantaciones de caña de azúcar.
“En todas mis fiebres te he llamado. En cada magia te he
invocado”. Y dice ella que ni lo uno, ni lo otro, han funcionado… El muchacho
rubio y de ojos azules vive en la misma casa de la misma calle pero él no lo
sabe. Él no sabe nada.
Y, ahora, la chica de las mariposas hace recuento. Le entra
pánico: de todas aquellas mariposas solo le quedaba una: la última mariposa.
Ah, la chica de la última mariposa vive en una ciudad
lejana, de nombre raro que tiene una estación lluviosa y otra seca; Estado de Sao Paulo, Brasil.
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