Es la misma tarde gris; son las misma nubes de siempre; es
la Tramontana que viene del Ródano y, el Maestro en su silencio sigue diciendo:
“mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero…”
Es una tumba de granito; son unos nombres que el cincel
modeló sobre la superficie de la piedra. Flores, recuerdos, versos. Frío por
fuera, demasiado; un último suspiro de una España que huía de sí misma,
perdida, derrotada, exhausta que vino a caer a la orilla de un mar oscuro de
febrero.
No son los Campos de Castilla, ni las colinas suaves de la
tarde, ni los caminos polvorientos, ni los endrinales que bajan a las orillas
del Duero, ni el olmo encadenado junto al Espino, ni las acacias desnudas, ni
las sierras tocadas de nieve. No.
No hay por allí zarzas enredadas en los tapiales, ni está
aún la primavera que vestirá los chopos de hojas tintineantes para cuando
llegue dorado el otoño. No hay piedras nobles que adoquinen el suelo de un
Collado lejano y distante.
No hay tallos de olivares con el fruto morado, ni cortijos
blancos como pinceladas perdidas cuando
las lomas lejanas se tiñen de colores añiles, violetas, rosáceos, naranjas y el
sol se va… y, luego, por la noche vendrá la lechuza a beber en el velón de
aceite de Santa María.
Es eso y no es eso. Es Sevilla y Soria y Baeza y Segovia, y
todas juntas, y ninguna. Es don Antonio Machado que duerme tan lejos de todo lo
que amó como vive en el recuerdo de todos los que lo amamos a él, a su obra, a
los versos primeros de muchacho inquieto.
Y por allí están Leonor y Guiomar y doña Ana y la España que
pudo ser y no fue. Y el hombre que enseñaba francés desde un estrado con tarima de madera en un
Instituto “donde la vieja Castilla se acaba”, como nos dijo Avelino…Está eso;
todo eso, y la tierra tan querida, tan entrañable… ¡Soria, nuestra!
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