“Andaluces de Jaén, aceituneros…”
cantó Miguel Hernández. Y de Jaén y de Málaga y de las solanas cordobesas y de
las terrazas del Aljarafe donde la blancura de la cal se asoma a la marisma
para ver cómo el Guadalquivir se va por “donde se fueron los moros / que no se
quisieron ir”.
Se echaban al campo a las clara
del día. Se andaba el camino: Una yunta – quien la tenía - para el acarreto, un hato debajo del olivo,
un cántaro de agua; la sartén, la talega con el pan; los avíos para el día. Se
llegaba al tajo temprano casi sin que los pájaros aún se hubiesen hecho el aseo
mañanero
Apretaba la escarcha. El viento
de la mañana cortaba la cara. No calentaba el sol; se agarrotaban los dedos y
un vaho neblinoso y blanco comenzaba a subir del suelo de los olivares.
Delante la vara larga de los ‘vareaores’. Se arrodillaban las
aceituneras. Recogían lágrimas de Dios – maduradas a golpes de soles y
lunas - que la vara bajó de la rama al
suelo. Una aquí; otra, allí… Puñadito a la cesta y avanzan, como avanza el
penitente en lo más duro de la promesa.
Aceituneras de campos solitarios,
de olivos del amo, de la cosecha del año que, luego va al capazo, y al saco de
arpillera que suda alpechín y, de allí, al troje, y a la tolva y al molino y
será aceite para ungir, para ser zumo en la rebanada de pan del niño yuntero,
para el candil de la noche, para ungüento del enfermo.
Picuales, manzanillos, hojiblancos, cornicabras. Olivos y olivos, “y entre los olivos, - dibujó don Antonio
Machado - los cortijos blancos”; Barbeito vio como “pasa el olivarero / bajo las ramas, / mirando
la cosecha /que se desgaja”…
Las mujeres se cubrían la
cabeza con un pañuelo. Sus ojos, lupas que las ven todas. Su dedos… ¡ay, sus
dedos! “Los ojos de mi morena ni son chicos ni son grandes / que son aceitunas
negras / que del olivo se caen”. “…decidme, en el alma, ¿quién levantó los
olivos?”
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