Cae la tarde. Es invierno; hace frío.
En una calle cualquiera una mujer busca el amparo de la
pared. La mujer no quiere que el viento haga de las suyas, le apague la candela
o se lleve las ascuas antes de tiempo.
La mujer es una mujer de pueblo. Es una mujer humilde –
todos los humildes son grandes ante Dios – y lucha con sus propios medios para
cuando llegue la noche y haya que darse un calentón al amor de la lumbre y
buscar el refugio de un calorcillo que tape otras carencias.
En los pueblos al brasero se le llama copa. Es un recipiente
de latón, circular, con dos asas para moverla de un sitio a otro. La copa en
los pueblos se encendía en la calle. ¿Los materiales? Un poco de leña menuda,
algo de leña más recia y, si había, un poco de orujo de aceite o cáscaras de
almendras…
Se le prende fuego y cuando se convierten en ascuas la copa se
cubre con ceniza para que aguante hasta la hora de irse a dormir. Niño, suele
decir alguna persona mayor cuando ya está cobijaba bajo la mesa camilla,
‘echale una firma’ y con tiento el niño hacía resquebrajarse aquel pequeño
volcán casero que no daba lava sino algo de calor.
La mujer que enciende la copa tiene sus años. Es ligera de
carnes y de tez morena. Se adorna con unos pendientes. La mujer vive en un
barrio que no está en el centro del pueblo. Calza zapatillas planas; se abriga
con una caquetilla corta, abotonada. Tiene una falda de color azul…
La mujer tiene una paletilla en la mano. La pared esta
huérfana de cal; tiene descarnada la piedra como están huérfanos de cariño las
personas que viven en algunos barrios.
La mujer mira al fotógrafo con agrado, con resignación; la
mujer tiene cara de buen persona, de quien atesora muchos soles y muchas lunas,
de quien sabe más que cuenta, de quien ha sufrido mucho porque la vida no le
regaló nada… La mujer tiene cara de buena gente.
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