Mi abuelo tenía una yegua y una yunta de mulos y una burra.
La yegua no tenía nombre, pero tenía un lucero en la frente. Yo siempre la
llamaba ‘Lucera’, pero ese no era su
nombre. Uno de los mulos, el más viejo, de pelo castaño, se llamaba ‘Romero’; el otro, cano, ‘Pajarito’.
Todas las tardes de invierno, antes de que echasen la veda,
mi abuelo iba a dar un puesto. Sacaba la yegua de la cuadra, porque la yegua
tenía una cuadra para ella sola, la amarraba en una estaca que había en la
puerta y con cuidado, cuando pasada el segundo correo – el que no paraba en
todas las estaciones – la aparejaba.
La yegua era vieja y muy noble. En uno de los cujones del
serón mi abuelo metía la jaula con el pájaro. Cubría la jaula con una sayuela
para evitarle brega y sufrimiento; en el
otro cujón ponía la escopeta desmontada y metida en su funda, la canana, y algo
de merienda.
Mi abuelo no merendada nunca. Llevaba siempre una botella
con aguardiente, a granel, muy fuerte – algo así como si fuese un matarratas, que a mí no me gustaba nada
– un paquete de cigarros ‘Ideales’ y
un mechero de los que había que dar con la mano para que se prendiese la mecha.
Pasábamos el río, subíamos por la Cañada del Vado del Álamo
y cuando llegábamos a la loma de Virote, mi abuelo amarraba la yegua en una
palma, le ponía la traba para que no se moviese mucho y, un poco más allá,
‘hacía’ el puesto.
Antes de meternos dentro, siempre me daba de merendar y me
recalcaba: “mea, no hables y no te muevas” Me arropaba con su pelliza y allí
pasábamos las horas de la tarde que, a veces, se ponía muy fría y antes de
trasponer el sol por Sierra de Aguas, deshacíamos todo lo andado y volvíamos a
la casa.
Mi abuelo era un hombre alto, seco, con mal genio y de pocas
palabras. Yo lo quería mucho; mi abuela era la dulzura…
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