Planeaban, aprovechando las térmicas, sobre el
Peñón de Zaframagón. Volaban en círculo. Escudriñaban, con ojos que todo lo ven
desde las alturas, los riscos donde crece el lentisco y el palmito o hay algún
bicho muerto. Los buitres son necesarios en las zonas donde hay ganado. No me
refiero a esos buitres.
En nuestra tierra se han perdido los papeles.
Cualquier cosa – algunas muy graves – es la espoleta que hace explotar la bomba.
Han sido varia en este veranillo que tiene más de cordonazo de San Francisco
que de anuncio otoñal.
Una auxiliar contagiada por el dichoso ébola.
Se le teme, se le guarda un respeto imponente, pero nadie sabe en qué puñetero
recodo del protocolo se ha cometido el error. Naturalmente, ya hay una cohorte
de buitres sobrevolando a ver qué pueden encontrar de carroña.
En un pueblo bellísimo acaba de derramarse
sangre. Más sangre inútil como todas las que vienen de un crimen horroroso. Es
la parte de esa España que no se entiende. Todo debe tener su explicación,
aunque no pueden justificarse esas cosas tan horrendas. ¿Qué puede pasar por la
mente de un padre para terminar así?
Clamaba Federico García Lorca ante la tragedia
de aquella tarde agosteña en Manzanares. “Granadino” llevaba a Sánchez Mejías
al cartel de la leyenda; Lorca, a las páginas de la mejor elegía – después de
la Coplas a la muerte de su padre de
Jorge Manrique – de la Literatura española. “¡Qué no quiero verla /dile a la
luna que venga, / que no quiero ver la sangre /de Ignacio sobre la arena.”
No hay bien nacido que no se estremezca ante
estas situaciones. Un hombre joven en Manzanares; dos hermanos, en Ubrique… Por
entre los riscos calcáreos donde crecen el palmito, el lentisco o el cantueso,
huye un padre loco porque si no se ha perdido la razón no pueden hacerse cosas
como esa…
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