De
medio día arriba ha despejado la calima que viene del desierto. Lo hace con
tanta desgana que de ser posible uno zaheriría ese vaho de gasa ocre. Se
necesita por estas tierras un cambio de tiempo.
He
subido hasta Flores. La tarde se alargaba con rayos de sol que doraban las
cumbres lejanas de las sierras de Camarolos, Loja y El Torcal. Por abajo, entre
las huertas y el río, empezaban a expandirse las sombras.
Ha
pasado, con vuelo pausado, camino de no sé dónde, una banda de garcillas bueyeras. Los entornos
del convento esperan la noche con sosiego y calma. Hay paz y silencio dentro.
Arrullan, en los poyetes de las ventanas los palomos en celo. Apuran los
últimos destellos de luz. Uno, en horas inciertas, se debate entre la desgana y
la melancolía.
Hay
gente que sube y baja por la carretera. Mejor, por las aceras que orillan la
carretera. En los años cuarenta ni había gordos, ni colesterol ni la gente
andaba a paso rápido por la carretera. Algunas mujeres con una rebeca anudada a
la cintura sudan la gota gorda; llevan un botellín de agua…
Regreso.
La casualidad ha traído, esta tarde, a mis manos “Fondo Perdido”, selección de artículos de Manuel Alcántara. La hace
Teodoro León. Releo (no sé por cuántas veces ya) “Ultima hora: César González-Ruano”. Lo escribe cuando a César,
como decimos en los pueblos, se le llama y, todavía, responde. Lo sitúa “en una
eterna escolaridad de tercero de violetas”; el Maestro, siempre pregona cursar
“segundo de jazmines”. Maestro, yo quiero matricularme en primero de aprendices.
Miles
de gorriones buscan cobijo, como cada noche, en los ficus del parque. Pían y
pían, y tienen un gorjeo discorde y chillón. Deben andar a la gresca por la
mejor rama, o el mejor refugio nocturno. Estos gorriones viven ajenos a lo que
pasa en el mundo. ¿En el mundo de los gorriones existirá la felicidad?
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